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Actualizado: 13 de junio de 2025


Allí citó y aguardó D. Diego a D. Alonso; y como éste no acudiese al desafío, D. Diego, declarado vencedor por el Rey moro, ató a la cola de su caballo un cartelón donde iba escrito el nombre de D. Alonso de Aguilar con la calificación de alevoso, y le arrastró por el suelo con ignominia.

Reparando en seguida en el sátiro cartelón, derribolo con su menudo pie, murmurando: ¡Animales! epíteto que probablemente, en aquel momento, clasificaba con toda oportunidad en su mente a la población masculina de Red-Gulch; pues doña María, poseída de ciertas maneras rígidas que le eran propias, no apreciaba aún debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan justamente celebrado de sus hermanas californianas, así es que tenía tal vez muy bien merecida la reputación de tiesa que gratuitamente la habían otorgado sus conciudadanos.

Cada dos hombres llevaban entre ellos, lo mismo que si fuese un cartelón anunciador, una faja de papel impreso mucho más larga que alta. Todos estos carteles tenían una capa de grasa y de suciedad, en la que la vista microscópica de los pigmeos veía rebullir pequeñísimos monstruos del mundo microbiano.

Diciendo esto presentó la buena mujer un tablero en el que sobre fondo rojizo y nada limpio se contoneaba una especie de gallina moribunda pintarrajeada de verde, con un ojo saltón y amarillento colocado más cerca del pescuezo que del pico; era éste encorvado y enorme, y de él pendía un cartelón pintado de blanco con esta inscripción en letras negras: ¡Al Pagaro Berde!

Pero el rey, cansado de tanta prueba inútil, había hecho clavar debajo del cartelón otro cartel más pequeño, que decía con letras coloradas: «Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor, como buen rey que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas debajo del mismo roble al que venga a cortar el árbol o abrir el pozo, y no corte, ni abra; para enseñarle a conocerse a mismo y a ser modesto, que es la primera lección de la sabiduría

Atravesaron la ronda de Embajadores, llena de gente, de chamarileros libres que no podían pagar un puesto, de corrillos que escuchaban el canturreo de un crimen célebre ante el cartelón pintarrajeado con las escenas más truculentas del suceso, y entraron en otro corral. Esto dijo Maltrana es el Rastro del Rastro; lo más barato de la baratura.

La gente miraba boba un cartelón que yevaban los cantores representando un güen mozo de calañé y patiyas, vestido de lo más fino, montao en un cabayo magnífico, con el trabuco en el arzón y una gachí de buenas carnes a la grupa. Tardé en enterarme que aquer güen mozo era el retrato der Plumitas... Eso da gusto.

Entonces el tabernero, apoyando las pesadas manos rojas en los brazos del sillón, se levantó resoplando como un becerro y fue a colocarse delante del cartelón, con los brazos cruzados sobre su enorme grupa.

A culatazos bajaba la escalinata el rosario de prisioneros, y el dictador los colgaba sin piedad de los árboles de Recoletos, con un cartelón en el pecho: «Por traidores a la cultura y fomentadores de la barbarie pública...» Sin salir del edificio, se daba una vueltecita por los salones del Arte Moderno y entraba a saco en este hospital de monstruos, horrendo almacén de fealdades y ñoñerías históricas.

«Para rarezas ... dijo al fin echándose a reír . A ti que te debían enseñar por las ferias... a dos reales, un real los niños y soldados. Cree que ganaba dinero el que te expusiera». Con un cartelón que dijese: «se enseña aquí el hombre más desgraciado del mundo». Por su culpa, por su culpa; hay que añadir eso. Ser desgraciado y no volver los ojos a Dios es lo último que me quedaba que ver.

Palabra del Dia

deshice

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