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Actualizado: 20 de junio de 2025


A las ocho, después de servir á todos sus clientes, Pepeta se vió cerca del barrio de Pescadores. Como también encontraba en él despacho, la pobre huertana se metió valerosamente en los sucios callejones, que parecían muertos á aquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de estómago delicado.

Las casas antiguas, dijimos, que van desapareciendo de Madrid rapidísimamente, están reducidas a una o dos enormes piezas y muchos callejones interminables; son demasiado grandes; son obscuras por lo general a causa de su mala repartición y combinación de entradas, salidas, puertas y ventanas.

A la salida de los callejones en que se abisman las tempestades, hay pendientes tan barridas por su áspero aliento, que árboles y arbustos se detienen ante él, como se pararían ante una muralla de hielo. En otras partes varía la vegetación según lo escarpado de las fragosidades.

Desde el día en que entré a servir al jurisconsulto me propuse vivir aislado, lejos de los chismes villaverdinos que ya comenzaban a disgustarme, así es que a las horas de descanso me encerraba en casa, a leer o a conversar con Angelina, y únicamente los domingos por la tarde me echaba a vagar por los callejones, o me iba a pasar dos o tres horas en las orillas del Pedregoso o en las verdes laderas del Escobillar, de donde volvía cargado de helechos y flores campesinas.

Tomaba yo el portante, y cuando salía muy contrariado y mohino, al detenerme en la puerta para quitar la aldabilla, sentía yo en pos de las miradas de la huérfana. Más de una vez me volví rápidamente, y siempre logré sorprenderla en momentos en que me veía con cariñosa curiosidad. Después de vagar una o dos horas por los callejones o en la alameda de Santa Catalina, volvía yo a casa.

Luego de vagar por los recovecos del archipiélago griego, pasaban los Dardanelos, pasaban el Bósforo, conmoviendo con el hervor de su galopada invisible los dos callejones acuáticos, y dando la vuelta á la copa del mar Negro, volvían, diezmados pero impetuosos, á las profundidades del Mediterráneo.

Después la procesión se metió en las lenguas del río que inundaban los callejones. Era un espectáculo extraño ver toda aquella gente empujada por la fe, descendiendo por las callejuelas convertidas en barrancos. Los devotos, levantando el hachón sobre sus cabezas, entraban sin vacilar agua adelante hasta que el espeso líquido les llegaba cerca de los hombros. Había que acompañar al santo.

Le atrajeron desde el primer momento los callejones de los barrios turcos; sus casas blancas; sus balcones salientes cubiertos de celosías, que son como jaulas pintadas de rojo; las mezquitas, con patios de cipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santones en kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de una lámpara; las mujeres veladas por sus negros firadjes; los viejos que transcurren silenciosos y pensativos bajo su gorro de escarlata, siguiendo los bamboleos del asno en que van montados.

Habíame acostumbrado a pasear mi aburrimiento y soledad por aquellos callejones, a quienes en cierto modo había hecho confidentes de mi pesar; hallaba tantas perspectivas amigas en un recodo, en una torre, en un ajimez, en una encrucijada, en un poste, en una reja, en una piedra corroída por el tiempo, en un zócalo garabateado por los chicos, que no pude menos de salir a dar el último adiós a todas aquellas mudas compañías de mi tristeza.

Los naranjos sumergidos, todos iguales, formando sobre la corriente complicados callejones, un dédalo en el que se enredaban cada vez más, vagando sin dirección. Cupido sudaba moviendo sin cesar los remos. La barca arrastrábase pesadamente en aquella agua fangosa, llena de marañas vegetales que se agarraban a la quilla. Esto es peor que el río murmuraba.

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