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Ya eran dos a destrozar el idioma. La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto de hora, en medio de la mayor algarabía, sin que se aclarase el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima; el otro se defendía diciendo que era inocente. Echpérame aquí dijo, para acabar M. L'Ambert. M. Bernier, el médico, me dirá echta noche michma lo que hach hecho.

Todas las esperanzas parecían ya perdidas, cuando un día M. Bernier diose un golpe en la frente y exclamó: ¡Pero si hemos cometido una falta imperdonable! ¡un error digno de colegiales! ¡y he sido yo! ¡yo mismo, cuando este hecho constituye una confirmación aplastante de mi teoría...! No lo dudéis, caballero: el auvernés está enfermo, y es preciso curarle a él para que sanéis vos.

Inútil es decir que Romagné los recibía sin quejarse, temeroso de que un falso movimiento diese al traste con el experimento del doctor Bernier. El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle todos sus compañeros de aventuras, que se burlaban del auvernés. Enseñáronle a fumar cigarrillos, y a beber vino y aguardiente.

Esperad un momento, que voy a avisar a un gendarme. M. Bernier contuvo este alarde de celo del buen auvernés, y explicóle, en pocas palabras, la clase de servicio que se pretendía que prestase. Creyó, al principio, que se burlaban de él, porque se puede ser un excelente aguador sin tener la más pequeña noción de rinoplastia.

Nuestro hombre prefería acostarse a las siete, sin que le costara un céntimo, a aplaudir a M. Dumaine por medio franco. Tal era, en lo moral y en lo físico, el hombre a quien M. Bernier llamó, en la calle de Beaune, para que cediese un buen trozo de su piel a M. L'Ambert. Advertidos los criados, hiciéronle pasar en seguida.

Muerto de susto L'Ambert, envió a buscar en seguida al doctor Bernier. Este acudió a toda prisa; diagnosticó una ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua helada. Sin embargo, la nariz no tuvo alivio, a pesar de la refrigeración, y el doctor no salía de su asombro al ver la persistencia del mal.

Avanzó tímidamente, con el sombrero en la mano, levantando los pies cuanto podía, y no atreviéndose a sentarlos sobre la alfombra. La tormenta de aquella mañana lo había salpicado de lodo hasta las axilas. Si me llaman para que suministre agua a la casa dijo saludando al doctor, y convirtiendo en ches cuantas eses tenía que pronunciar, le... M. Bernier cortole la palabra.

Añadid a esta sorpresa las emociones sufridas esta mañana, y quién sabe si acaso también algún movimiento febril, y me perdonaréis lo que de raro hayáis notado en la acogida que os hice. ¡En hora buena! dijo M. Bernier, recogiendo el libro del suelo. ¡Ah! ¡leíais a Ringuet! Es muy amigo mío. Recuerdo, efectivamente, que me hizo representar en un grabado, con arreglo a un croquis de Leveillé.

Era el verdadero Romagné; pero, ¡cuán cambiado estaba! Sucio, embrutecido, feo, con la mirada apagada, el aliento mal oliente, apestando a vino y tabaco, rojo de la cabeza a los pies como un cangrejo cocido, era el prototipo del erisipelatoso. ¡Monstruo! le dijo M. Bernier, se te debería caer la cara de vergüenza. Has descendido a un nivel más bajo que el de los brutos.

M. Bernier abrió la ventana en el momento en que la víctima elegida gritaba a plenos pulmones: ¡Agua muy fresca! ¡Muchacho! gritole el doctor, dejad vuestro tonel y subid por la calle de Verneuil, si queréis ganar un buen puñado de luises. CHEBACHTIÁN ROMAGN