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Actualizado: 2 de mayo de 2025
Abajo, en la orilla del agua, las ruinas de un lazareto, invadido completamente por las hierbas; luego barrancos, malezas, rocas enormes, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; finalmente, allá arriba, en la altura, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca, donde paseaban los torreros de un lado a otro, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna, cuyas facetas brillan al sol y despiden luz aun en medio del día... He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como la volví a ver en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos.
Vago perfume de mejorana y de cantueso subía de los barrancos. Era una tarde calurosa y calma. El cielo, el valle, el caserío, todo se pintaba de púrpura diluida. El mismo ciprés embermejaba hacia el poniente su follaje negruzco.
Jagor en sus Viajes por Filipinas, en los que, hablando del trayecto de Majayjay á Lucban, dice: «El camino va siguiendo hondos barrancos de bloques basálticos por la falda del Banajao. La vegetación ofrece una magnificencia indescriptible. A las tres horas de marcha se llega á Lucban, rico pueblo situado al NE. de Majayjay.
Caía la lluvia en los campos, convirtiéndolos en barrizales; saltaba por las pendientes de los caminos, desbordados como barrancos; empapaba los montes, como grandes esponjas, por la verde porosidad de sus pinares y matorrales.
Nada hay tan hermoso como el espectáculo de aquellas montañas pobladas de bosques, elevándose unas sobre otras en el cielo pálido; de los corpulentos brazos, que se extienden hasta perderse de vista, cubiertos de nieve; de los obscuros barrancos, encajonados entre los bosques, con el torrente al fondo saltando entre los cantos rodados tan verdosos y bruñidos como el bronce.
Semejante á una cinta extendida por el aterciopelado césped, el amarillento sendero subía hacia la cabaña y parecía detenerse allí. Más lejos no se vislumbraban más que grandes barrancos pedregosos, desmoronamientos, cascadas, nieves y ventisqueros. Aquella era la última habitación del hombre; la choza que, durante muchos meses, me había de servir de asilo.
Después hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente para someternos al yugo romano; de que tal era nuestro empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la independencia, que el César había necesitado seis años para triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios.
Mientras que una parte de la corriente sigue su cauce natural, transformado en foso y luego en canal subterráneo por la mano del hombre, otra parte del arroyo, arrancado de su curso normal, entra en un amplio acueducto y se dirige hacia la ciudad, siguiendo el flanco de las colinas y pasando por enormes sifones por debajo de los barrancos.
Las corrientes que más encantadoramente presentan esta rítmica sucesión de rincones y pequeñas penínsulas, son los torrentes cuyo cauce se extiende por un amplio lecho de arenas y guijarros, y los riachuelos ó barrancos que corren por prados, entre orillas arenosas que se hunden fácilmente por la acción de la corriente.
El horizonte cerrábase en el fondo, con un escalonamiento de montañas. La joven conocía los nombres de todas aquellas cumbres. Las había visto durante muchos años todos los días, al saltar de la cama, unas veces brumosas y delineando apenas su contorno sobre el cielo, otras veces rojas, con las manchas de sombra de sus barrancos y oquedades, destacándose sobre la inmensidad azul.
Palabra del Dia
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