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Mas no estaba vacía de aspiraciones altas el alma de aquel joven, tan desfavorecido por la Naturaleza que física y moralmente parecía hecho de sobras. A los dos o tres años de carrera, aquel molusco empezó a sentir vibraciones de hombre, y aquel ciego de nacimiento empezó a entrever las fases grandes y gloriosas del astro de la vida.

Comía lo que le daban, acogía como indiscutibles todos los actos de su mujer, y curado ya de las manías románticas, sólo pensaba en los negocios y en conquistar una fortuna para que su esposa pudiese ver realizadas sus altas aspiraciones. Doña Manuela gozaba de una libertad absoluta, como jamás la había soñado.

Durante un largo rato retuve su mano entre las mías, sintiendo cierta satisfacción, supongo, en repetir de esta manera lo que tantas veces había hecho en otro tiempo, ahora que ya tenía que despedirme para siempre de todas mis esperanzas y aspiraciones.

Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas, aspiraciones de Simón.

Yo creo que, en vez de sentirse avergonzado por ello, debiera usted estar satisfecho de tener una hija de aspiraciones tan nobles y delicadas... Bueno; ya está consumada la falta. ¿Y qué vamos a hacer ahora?... Pues ahora no nos toca más que procurar remediar en lo posible las malas consecuencias que pueda traer consigo.

Así Lully acaba por quedarse sin ideal alguno, sino muy tristemente desengañada. De todo lo cual bien pudiera deducirse la más cristiana y ascética de las moralejas: que no debemos poner en esta vida, sino en otra mejor, el blanco de nuestras aspiraciones y deseos.

Pero estas contrariedades del padre carecían de importancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!... Julio, al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, pero al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profesión.

Conocía jóvenes ricos, sin otras aspiraciones que cambiar ocho veces de traje todos los días. Otros iban en automóvil por las calles, sin rumbo determinado, parándose ante una casa para subir de nuevo en el vehículo y seguir la marcha, como huyesen del fastidio que iba tras ellos.

Su hijo se ocupaba entonces en hacer el obligado discurso de recepción, que debía por la primera vez presentarle en aquella tribuna literaria, desde la cual ardía él en deseos de elevarse a su tiempo, a la tribuna política, blanco constante de todas sus aspiraciones.

Entrar en una de esas tiendas de montañés a tomar pescado frito y a beber vino blanco, ver cómo patea sobre una mesa una muchachita pálida y expresiva, con ojeras moradas y piel de color de lagarto; tener el gran placer de estar palmoteando una noche entera, mientras un galafate del muelle canta una canción de la maresita muerta y el simenterio; oír a un chatillo, con los tufos sobre las orejas y el calañés hacia la nariz, rasgueando la guitarra; ver a un hombre gordo contoneándose marcando el trasero y moviendo las nalguitas, y hacer coro a la gente que grita: ¡Olé! y ¡Ay tu mare! y ¡Ezo él; ésas eran mis aspiraciones.