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Actualizado: 13 de octubre de 2025


Cuando Aquiles vio muerto a su amigo, se echó por la tierra, se llenó de arena la cabeza y el rostro, se mesaba a grandes gritos la melena amarilla. Y cuando le trajeron a Patroclo en un ataúd, lloró Aquiles.

Ese Quilito que no baja dijo impaciente la tía. Estará acicalándose para la función de gala contestó don Pablo Aquiles, ya que no ha podido ir su padre al Tedéum, que luzca el niño su frac nuevo en Colón.

Gregoria se presentó de luto, sin azahares, y Bernardino con la misma levita que le prestaron para asistir al entierro de don Aquiles, y delante de los hermanos y de dos testigos, bajo la luz tristona de las bujías, leyó la epístola el cura y echóles la bendición, de prisa y corriendo. Esto fué todo.

En el tiempo de Homero, ningún guerrero fue identificado con su Aquiles, o con su Ajax, o con su Diomedes, ni ningún rey con su Nestor; y, sin embargo, ese rey y esos guerreros, que no han existido jamás, son seres vivientes.

Aquí misia Casilda dejó de mirar sus manos, y se puso pálida, muy pálida. Y ¿qué hiciste? preguntó ansiosa; cruzarías la calle, sin mirarlas. Me quedé plantado contestó don Pablo Aquiles. La señora protestó. Siempre había de ser el mismo.

Sin embargo, nunca soñó él calzar el título de yerno de don Aquiles Vargas, que tanta fama de ricacho tenía, pues, lo cierto es, que más que a su viveza e ingenio debió tal ventura a las circunstancias especiales en que se hallaba colocada la aburridísima Gregoria; así es que, cuando se vió metido en aquel lío, que la mano de la fortuna desenredó bonitamente, y trasplantado de su modesta morada al caserón de la calle de Méjico, sintió mareos y algo así como un sentimiento de orgullo.

Preguntádselo a los suicidas. He ahí una generación entera a la cual los acontecimientos han dado la educación de Aquiles. Yo declaro con amargura, con espanto: ¡la pistola de Werther y el hacha del verdugo han diezmado nuestras filas! Paz completa a los dichosos de la tierra, pero maldición a los que niegan un asilo al infortunio.

Pilar murió un mes más tarde; su vida se apagó dulcemente en brazos de Pablo y de Casilda, después de besar al pequeño Aquiles, o Quilito, como ella le decía.

Don Pablo Aquiles entraba a las seis del Ministerio, minuto más o menos: se quitaba el pesado gabán y revestíase de una chaqueta vieja bien holgada, calzaba los pantuflos e iba a sentarse al lado de la chimenea, apagada desgraciadamente siempre, delante de la pantalla en que las escuálidas cigüeñas se miraban tristonas, cual si lamentaran, ellas también, la ausencia del fuego alegre y reparador.

No más que con dar Aquiles una voz desde el muro, se echaba atrás el ejército de Troya, como la ola cuando la empuja una corriente contraria de viento, y les temblaban las rodillas a los caballos troyanos.

Palabra del Dia

reclinándose

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