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Algo había, ; o por lo menos apariencia de haberlo. Rafael, cansado de vagar por la casa fatigado de los libros ante los cuales pasaba horas enteras volviendo hojas, sin darse cuenta de lo que decían, refugiábase en el salón donde cosía su madre, vigilando un complicado bordado de la hija de don Matías. Rafael gustaba de la mansa sencillez de aquella muchacha.

¡Un simple resfriado! ¡Y yo que me creía poseedor de una enfermedad importante!... Profundamente avergonzado, yo he cogido entonces mi sombrero y me he lanzado a la calle, sumido en amargas reflexiones. El fracaso es evidente decía yo para mis adentros . ¿Con qué cara me presento ahora ante los amigos?

Belarmino dijo para : «Pues, señor, no estoy soñandoEncendió una cerilla, y a poco se cae de espaldas. Tenía ante una mole que casi tocaba con el techo. Presto se recobró y se percató de la realidad verdadera.

Vio claramente el bulto negro del enemigo inmóvil ante el punto de mira de su revólver. Le vio cada vez más turbio, más indeciso, como si la noche se obscureciese por momentos. Avanzaba cautelosamente, también con un arma en la mano, sin duda para rematarlo.

Salvatierra, bajo la presión de sus pensamientos, sintió la necesidad de confesarse con alguien, de hablar a aquel ser sencillo de su debilidad y sus vacilaciones ante el misterio de la muerte.

El año 1818, en la tarde del 18 de marzo, el coronel Zapiola, jefe de la caballería del ejército chileno-argentino, quiso hacer ante los españoles una exhibición del poder de la caballería de los patriotas en una hermosa llanura que está de este lado de Talca. Eran seis mil hombres los que componían aquella brillante parada.

Al escuchar tales palabras, en un instante como aquél, el mancebo sintió que una horrible blasfemia había sido lanzada al rostro del Señor; y un acento sobrehumano, cual la voz de un arcángel, le gritó en la conciencia su deber ante la iglesia de Cristo y ante la memoria de sus mayores.

La consternación se pintaba en el rostro de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa le proporcionaba. Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor.

A veces también pasaban trenes tan lentos como el nuestro, cargados con grandes barcas, donde los soldados würtembergueses, amontonados como en una carroza alegórica, cantaban barcarolas a tres voces, al huir ante los prusianos.

Al cruzarse los grupos en su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mismo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de naipes. Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster a la puerta del café.