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Pasando Febrer de la obscuridad de su habitación a la difusa claridad de la luz sideral, vio la mancha de las malezas en torno de la torre, más allá la confusa blancura de la alquería, y enfrente la giba negra de los montes cortando un cielo cargado de palpitaciones de estrellas. Esta visión sólo duró un instante: no pudo ver más.

Ahora bien: imagínese la consternación de nuestros personajes cuando, al asomarse al umbral de la alquería, vieron dos compañías de alemanes trepar por las faldas opuestas, entre los huertos de Grand-Fontaine, con dos piezas de artillería, arrastradas por vigorosos tiros, y que parecían colgadas del precipicio.

Entonces Hullin le llamó aparte, y juntos entraron en la granja, en tanto que, pasado el primer momento de sorpresa, cada cual comenzaba a hacer reflexiones particulares sobre el cosaco. Aquella noche, que era la víspera de un sábado, la reducida alquería del anabaptista no dejó un minuto de hallarse llena de gente.

Eran caseríos desparramados en muchos kilómetros, sin más núcleo que la iglesia y las casas del cura y el alcalde. La única población era la capital, la llamada en los antiguos documentos «Real Fuerza de Ibiza», con su barrio anexo de la Marina. Cuando un atlot llegaba a la pubertad, su padre lo llamaba a la cocina de la alquería en presencia de toda la familia.

Hullin ordenó a Frantz y a Kasper que encendieran grandes hogueras en el vivaque para la noche; a Marcos, que diera avena a los caballos, para ir sin pérdida de tiempo a traer municiones, y al ver que ambos se marchaban, Juan Claudio penetró en la alquería. Al final del pasillo obscuro estaba el patio de la casa de labor, al que se descendía por cinco o seis escalones desgastados.

Desde la noche que el señor se presentó en la alquería, el Capellanet lo trataba con la mayor confianza, cual si le considerase ya de la familia.

Algunos minutos antes de llegar á su vivienda, cerca de la alquería azul donde las muchachas bailaban los domingos, el camino se estrangulaba, formando varias curvas. A un lado, un ribazo alto coronado por doble fila de viejas moreras; al otro, una ancha acequia, cuyos bordes en pendiente estaban cubiertos por espesos y altos cañares.

Si pensaba resistirse y huir por segunda vez, mejor sería para él embarcarse de grumete y olvidar que tenía padre, pues al verle regresar a la alquería, Pep era capaz de romperle las dos piernas con la tranca de la puerta.

Cada vez que Lorquin decía «Pasemos a otro», los heridos se estremecían de terror, a causa de los gritos que habían oído y de los cuchillos que habían visto relucir; pero ¿qué hacer? Todas las habitaciones de la casa, las trojes, los dos cuartos de arriba, todo se hallaba ocupado. No quedaba libre mas que la sala grande para la gente de la alquería.

Un «bona, nit!» o una petición de lumbre para el cigarro podían recibir como contestación un pistoletazo. Algunas veces no pasaba nadie ante la alquería, y sin embargo, el perro, avanzando el pescuezo, aullaba frente al vacío negro. A lo lejos parecían contestarle aullidos humanos.