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Alcela en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada.

Rompió en denuestos contra mi agresor: ¡Qué cobardía! ¡Qué vilesa! ¡Herirte ese tío de las patas tuertas! Callaba, y después de un rato volvía a exclamar, con rabia: ¡Atreverse ese tío de las patas tuertas!... Por lo visto, mi novia pensaba que el agravio habría sido menor si el adversario hubiera tenido las piernas derechas.

Recogí el sombrero, me lo puse, y volví á alzar la cabeza y á remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las amables disposiciones en que su víctima se hallaba.

Y sin pérdida de tiempo se introdujo en el palomar. ¡Desdichado! La traición le acechaba. Apenas puso allí la planta, un pesado garrote con furia manejado le hizo pagar cara su osadía. El criminal comenzó a arrastrarse por el suelo dando mayidos bien lastimeros. Su feroz agresor le contempló estupefacto con ojos extraviados, los brazos caídos y respirando anhelante.

Pero aquella entrevista, que con la mejor intención preparó el Asistente, fué harto desgraciada, pues, al verse frente á frente los dos enemigos, después de algunas frases altas, Ortiz de Zárate acometió de pronto furiosamente al conde, y con una espada lo hirió traidora y mortalmente, sin que pudiera impedirlo el de Palma, que por sujetar al agresor sufrió también de éste algunos golpes.

Alcela en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada.

Los paisanos, temerosos de la venganza, no dieron declaraciones muy explícitas. Martinán, cuya herida cicatrizó antes de los treinta días, no por temor, sino por motivos puramente dialécticos, tampoco quiso declarar contra su agresor. ¿Qué gano yo con que él vaya á presidio? ¿Lo sufrido no está sufrido? ¿Podrá alguien quitármelo?... ¡Pues entonces!... Miseria humana.

Alcéla en alto y la mostré á su dueño haciéndole seña de que iba á subir para entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla.... Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente á la muñeca desmayada.

Vigiló mucho el labrador, presintiendo una emboscada; pero de nada le sirvió su cautela, pues una tarde en que regresaba solo á su casa, cuando aún no había terminado la roturación de sus nuevos campos, le largaron dos escopetazos, sin que viese al agresor, y salió milagrosamente ileso del puñado de postas que pasó junto á sus orejas. En los caminos no se veía á nadie. Ni una huella reciente.

El junquillo del joven silbó al mismo tiempo en el aire y fué á cruzar la mejilla del mayordomo. Oyóse una exclamación de rabia. Pedro alzó la mano, y el señorito rodó por el suelo sin sentido. ¡Oh, qué bárbaro, le he matado, le he matado! profirió el mayordomo inmediatamente acercándose á su agresor. ¡Es un chico tan débil!... Y arrodillándose en el suelo levantó suavemente la cabeza del herido.