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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.
Acostumbrado á expresar siempre redondamente su modo de ver, causaba el asombro general emitiendo opiniones tan singulares por su fondo como por su forma.
La noche del baile se había retirado a su casa, pasando antes por la de Belinchón. Allí le dijeron que el señorito Gonzalo se había ido a Tejada. El anciano sospechó que no sintiéndose bien, se iría a meter en la cama. Al día siguiente, él mismo se sintió un poco indispuesto, porque no estaba acostumbrado a trasnochar, y se quedó en casa.
La buscaba sin darse cuenta de ello; la echaba de menos sin sospecharlo; deseaba verla y hablarla del modo indeterminado y vago con que desea la dicha el acostumbrado a la amargura.
Se había acostumbrado de tal modo Jacinta a la idea de hacer suyo a Juanín, de criarle y educarle como hijo, que le lastimaba al sentirlo arrancado de sí por una prueba, por un argumento en que intervenía la aborrecida mujer aquella cuyo nombre quería olvidar.
Según la gente de tierra, no había ocurrido hasta entonces cosa que no fuera en Santander muy natural y corriente; y en verdad que no era para dejar pálido á nadie la rotura de algunos vidrios, unos cuantos paraguas vueltos del revés, tal cual sombrero arrancado de su correspondiente cabeza, y alguna que otra falda encaramada más arriba de lo acostumbrado.
En verdad, Silas estaba tan poco acostumbrado a hablar, excepto para hacer preguntas y dar las respuestas breves indispensables para la negociación de sus pequeños negocios, que las palabras no se le ocurrían con facilidad si no eran solicitadas por un objeto determinado.
Porque aquel hombre no era un malvado: era un pobre muchacho lleno de ilusiones a quien la vida del gran mundo se le subía a la cabeza, como se sube un vino de mucho cuerpo en un estómago acostumbrado sólo al agua.
Languideció la conversación entre Artegui y Lucía, y ambos se quedaron silenciosos y mustios, él con su acostumbrado aspecto de fatiga, ella sumida en profundo recogimiento, dominada por la melancolía del anochecer.
Desde aquel verano, desde que habían vivido juntos en la fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbrado a la comensalía de don Álvaro; le encontraba a la mesa más decidor y simpático que en ninguna otra parte y le convidaba a comer a menudo.
Palabra del Dia
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