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Estaba ubicado en la esquina Viamonte, antes Temple, y Suipacha. Como dependencia del café, y formando parte de la planta baja, que daba hacia la primera, había hasta la mitad de la cuadra una veintena de cuartos a la calle, con puertas que se abrían a ésta y otra interior, que daba al gran patio del café: eran otras tantas salidas clandestinas del antro misterioso.

Los principales casinos de la ciudad, los mejores cafés, abrían sus ventanales de vidrios sobre la calle. Montenegro lanzó una mirada al interior del Círculo Caballista. Era la sociedad más famosa de Jerez, el centro de reunión de la gente rica, el refugio de la juventud que había nacido poseedora de cortijos y bodegas.

Era éste pequeño é irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de dudosa transparencia, que daba á un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y á los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas.

Por un acto de fe, aquella señora había despreciado todas las injurias con que sus enemigos le perseguían a él, no había creído nada de aquello y se había acercado a su confesonario a pedirle luz en las tinieblas de su conciencia, a pedirle un hilo salvador en los abismos que se abrían a cada paso de la vida.

Seis días estuvo sin salir en público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso.

Durante la noche vió, al asomarse por tres veces, la fila circular de hogueras en torno de las cuales dormían los soldados, y sobre la techumbre del edificio los aviones, que abrían de vez en cuando sus ojos enormes, paseando sobre la tierra mangas de luz.

Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le taparon la boca. ¡Malditas!... Desde la barca parecían insignificantes, pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida como para tragarle.

El capataz, y muchos de los viñadores, adivinando que había llegado el momento supremo de la ceremonia, abrían desmesuradamente los ojos esperando ver algo extraordinario. Mientras tanto, el sacerdote volvía las hojas de su libro, sin encontrar la oración apropiada al caso. El Ritual era minucioso.

Cuatro hombres que llevaban un ataúd cubierto con un lienzo, abrían la fúnebre comitiva, y a su lado otras tantas jóvenes, vestidas de blanco, con el cabello tendido, los ojos enrojecidos por las lágrimas, el seno palpitante por los suspiros, que, con una mano, levantaban los extremos del paño mortuorio.

Ya había subido el sol gran trecho del cielo, ya calentaba la mañana con tibias caricias de un Abril de Vetusta; en la casa creían postrada o dormida a la Regenta y no abrían las maderas del balcón, ni interrumpían el descanso de la enferma.