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Como quien dice un secreto de importancia, declaró a su amiga que se pondría aquella noche el vestido de muselina blanca con viso de foulard, color lila, al cual había hecho poner un entredós y casaca Watteau... A última hora se había podido arreglar una camiseta como la que le mandaron de París a la de San Salomó... Pensaba peinarse con el cabello levantado, ondulado, gran trenza alrededor de la cabeza y largos bucles por detrás... «En fin, no está usted de humor para oír tanta tontería... Adiós, adiós... Mañana vendré a saber como sigue nuestro D. Francisco y a contar, a contar...».

La saya es lisa; no tiene tableados ni pliegues; cae con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves? a me está muy corta. A ti te estará bien. Es un poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi pastorcita! ¡mi pastorcita! Yo nunca me la he puesto. ¿ sabes?

Eran sus dibujos del gusto francos que la dinastía había traído á España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado á los abanicos. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Hallólo, al fin, en Celestino Reguera, famoso acuarelista de la Escuela sevillana, de esos que prefieren lo correcto a lo grandioso y tienen en más un paisaje de Watteau que una sibila de Miguel Ángel.

En los varios retratos que de ella hizo Nicolás Lancret, el único pintor que ha rivalizado con Watteau en frivolidad y elegancia, la Camargo aparece en la plenitud deslumbradora de su gracia.