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Bronces antiguos, raras porcelanas, macetas de Pompeya con plantas tropicales, lámparas árabes, persas y romanas, igual una de estas a la célebre di capo danno del Museo Vaticano; bustos, cuadros, estatuas, yelmos, espadas, partesanas y armaduras completas de varias épocas rodeaban cual páginas sueltas de la historia de todos los tiempos el caballete de Currita, que, colocado en luz conveniente, parecía recibir un reflejo de la luz del cielo, que el grandísimo tuno de Celestino Reguera aseguraba ser el mismo, mismísimo que derramaba en otro tiempo el grupo de las nueve musas sobre las frentes de Rafael, Velázquez y el Ticiano.

Sulfuróse Villamelón y miró a su mujer y luego a Gorito y después a Reguera con cierta especie de colérica complacencia retratada en el semblante, arrebatado y apoplético por los vapores que le subían del repleto estómago... ¡Le exasperaba a veces aquella sencillez de Curra, que jamás podía comprender la malicia de ciertas cosas!...

Hallólo, al fin, en Celestino Reguera, famoso acuarelista de la Escuela sevillana, de esos que prefieren lo correcto a lo grandioso y tienen en más un paisaje de Watteau que una sibila de Miguel Ángel.

El 18 de Marzo recibió los primeros pliegos del comandante D. Ignacio Flores, en que comunicaba el feliz éxito que habia tenido el ataque de la Punilia, cuya noticia habia adquirido Reseguin pocas horas antes por algunas voces vagas: pero no tardó mucho el turbarse el regocijo de tan importante aviso, porque la misma tarde supo por D. Juan Domingo de Reguera, que se le presentó vestido de clérigo, fugitivo del ingenio del Oro, se hallaba en él Pedro de la Cruz Condori, indio principal del pueblo de Challapata, provincia de Chayante, y Gobernador de los Cerrillos, intitulándose General de Tupac-Amaru, con mas de 4,000 rebeldes de quienes era tratado y obedecido con la mayor veneracion.

Currita, sentada ante una preciosa mesa redonda, cuya tapa era un ónix mexicano, examinaba una gran porción de láminas y dibujos que le presentaba Celestino Reguera, y pasábalos a su vez a Jacobo y a Tonito Cepeda, vago elegantísimo, entendido en caballos como el hijo de Teseo, amateur de todo lo que era arte, y digno por su exquisito gusto de que la patria agradecida le votase una pensión en Cortes, como representante en España del buen tono parisiense.

Propúsole entonces Celestino Reguera comprar un marco antiguo, de plata cincelada, que procedente de cierta casa ducal muy conocida, estaba de venta en la Exposición de arte retrospectivo. Currita se dio una palmada en la frente. ¡Tonta de ! dijo . Si no se necesita; si tengo yo aquí mismo, en casa, al alcance de la mano, algo mejor y mas rico que cuanto pudieran ofrecerme.

Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal contestando un no redondo a la primera prójima que fué con el empeño. ¿Y si malparo, ilustrísimo señor? insistió la postulante. De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo. Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado por no pasear claustros.

Debían esperar dos horas y media, porque el tren no pasaba por allí hasta la una y cuarenta. La Reguera estaba situada al extremo de un pintoresco y risueño valle. Desde la estación, asentada en un alto terraplén, se divisaba todo perfectamente.

Detrás el acusado en su banquillo. El testigo que deponía en aquel instante era el cochero que había conducido al P. Gil y su penitenta desde Peñascosa a la estación de la Reguera. Lo presentaba la acusación. Era hombre viejo ya, con la faz extremadamente roja, iluminada por el alcohol tanto como por la intemperie.

Salimos un martes al amanecer. Lo había preparado todo perfectamente. El día anterior había ido a Lancia y trajo una carretela que dejó en las inmediaciones de Peñascosa. Durante el camino hablamos poco. Yo iba inquieta y triste. No entramos en Lancia, sino que seguimos a la Reguera para tomar allí el tren. Esperamos bastante tiempo y dimos un paseo por la orilla del río.