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A la hora de repartir las cartas en la fonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegar encerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justo a su demasía y sandez. Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aun los quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con la esperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino.

La necesidad de distraerse le hizo rebuscar en el bolsillo interior de su americana, sacando junto con la cartera un sobrecito que despedía suave e intenso perfume.

Dentro del sobrecito, que despedía perfume penetrante, había una tarjeta y algunas hojas de rosa. La tarjeta decía: «Isabel de Montalvo, condesa del Padul», con corona encima. Al respaldo se leía en letra diminuta, pero clara: «Lo prometido es deudaVolví a encerrarla en el sobre con las hojas y se la entregué, altamente sorprendido, a Villa.

Bajó la vista sonriendo, dejó escapar tres o cuatro chicheos, revolvió el café con la cucharilla, echó un sorbo, poniendo los ojos en blanco, y después de limpiarse los labios con sosiego, con el sosiego del hombre fuerte que va a hacer sentir en breve el peso de su valer, llevó la mano al bolsillo interior de la americana, y dijo, sacando una cartera, y de la cartera un sobrecito: Entérese usted de lo enamorada que está Isabel del duque.