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La hermosa que le tenía sorbido el seso era una dama principal de Andalucía, la condesita del Padul, joven de diez y nueve años, heredera de una inmensa fortuna. La amaba y se creía correspondido; no porque ella hubiera soltado aún el apetecido, sino porque había dado de ello tales muestras tácitas que Villa no podía resistirse más tiempo a creerlo.

Y con este pensamiento confortante, el sueño tranquilo de los justos acudió de nuevo a mis sienes, y no me desperté hasta las nueve de la mañana. Vestime con premura y salí a la calle sin saber adónde iba, pero con la resolución incontrastable de ir a alguna parte. Por lo pronto, los pies me llevaron a casa del conde del Padul. El señor conde y la señorita vienen pasado mañana.

Hace usted perfectamente respondí, y exclamé otra vez para adentro: «¡Pobre VillaDurante el almuerzo estuvo alegre y jovial, como hacía muchos días no le veía, como si acabase de recibir una grata nueva. A las dos en punto nos personamos en casa de Padul. Poco después llegaron Elena y su tío, y luego, otro chico a quien no conocía.

Estuve en casa de doña Tula otras dos veces para ultimar la cuestión de papeles. El prebendado don Cosme de la Puente sacó dispensa de las proclamas y bendijo nuestra unión en la capilla del palacio del Padul, siendo madrina Isabel y padrino mi buen padre, que llegó a Sevilla tres días antes con ese objeto. No se invitó a la ceremonia a más de una docena de personas.

Ahora se encontraban, lo mismo ella que don Oscar, amedrentados por la escena escandalosa de la puerta del convento y por la actitud firme del conde del Padul, que inspiraba general temor por su posición y carácter. Mas, si llegaban a vencer este miedo, lo mismo del conde que de la opinión pública, volvería a encontrarse en grave aprieto.

Pero mi plan hasta entonces se desenvolvía con buen éxito, y esto compensaba hasta cierto punto aquella molestia. Por fortuna, llegamos pronto a la Inspección. Allí expuse con firmeza mi querella, apoyada por Gloria, y reclamé la intervención del juez. Al mismo tiempo mandé un recado al conde del Padul por medio de Paca.

Y yo, desde lejos, notaba el estremecimiento que aquella mirada clara producía en mi amigo, y le envidiaba. La tertulia se deshizo tarde. Algunos criados entraron a buscar a sus señoras y aguardaron largo rato allá dentro, en la cocina. A las doce y media vino el conde viudo del Padul a recoger a su hija, y ésta fue la señal del desfile.

Dentro del sobrecito, que despedía perfume penetrante, había una tarjeta y algunas hojas de rosa. La tarjeta decía: «Isabel de Montalvo, condesa del Padul», con corona encima. Al respaldo se leía en letra diminuta, pero clara: «Lo prometido es deudaVolví a encerrarla en el sobre con las hojas y se la entregué, altamente sorprendido, a Villa.

Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón. ¿Y Villa? le pregunté, sorprendido. Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona. Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él? No lo ..., pero creía que le profesaba algún cariño. Atienda usted al cariño...

Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista.