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Por encima de las tapias de la huerta asomaban los palos de algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados en el muelle, los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte. La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de los montes lejanos.

El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bajase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados.

Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismo tiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían el comercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otra vez los de más porte a llegar hasta Sevilla.

El grito se iba repitiendo en todas las goletas, pataches y quechemarines. Era la broma que gastaban con los ingleses que allí arribaban. Pero el gran vapor se mantenía silencioso, cabeceando flemáticamente con ese desprecio tan profundo que nadie mejor que un hijo de Albión sabe afectar. En la punta del Peón se tropezaba con tal cual paseante que tomaba el poco fresco que había.

Y entre aquel negror los ojos del presbítero percibían el fulgor de las olas, mostrando y apagando a cortos intervalos su blancura. El muelle estaba desierto: aún no era llegada la hora de la vuelta de las lanchas. Los pataches y quechemarines cabeceaban dulcemente, aburridos de su inacción. Una gaviota volaba en círculos concéntricos rozando con sus alas la superficie del agua.