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me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto: las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme, emperador, duerme: yo cantaré para ti. Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un rueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana.

Y sin réditos... Luego , en cuanto hiciste las paces con el del almacén de vinos, me pagaste... Duro sobre duro. Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído: necesito doscientos reales, y me los vas a dar. ¿Cuándo? Ahora mismo. ¡Mecachis... San Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los garbanzos! ¿No los tienes? ¿Ni tu Comadreja tampoco?

Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo. ¿Pagaste el aceite de ayer? ¡Pues no! ¿Y la tila y la sanguinaria? Todo, todo... Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.

Pero , Ramiro, me pagaste en buena moneda cristiana, faltando a tu juramento y entregando a la Inquisición a la infelice Gulinar y a Aixa, a Aixa la jarifa, a Aixa la santa, para que fuesen arrojadas a la hoguera, después de haberte curado y regalado con tanto amor como ellas te tenían! Las lágrimas brotaron de sus ojos, y con voz temblorosa, exclamó por fin: ¡Ah!

Hice todo a lo que fuí, y mucho más respondió el genízaro recién venido , y si quisiera, me jurara por Gran Turco aquella buena gente; que a fe que alguna guarda mejor su palabra, y saben decir verdad y hacer amistades, que vosotros los cristianos. ¡Qué presto te pagaste! dijo don Cleofás . Algún cuarto debes de tener de demonio villano.