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En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se traslucía la ramificación venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y córnea húmeda, cercados de azulada ojera, vio Julián encenderse y fulgurar tras las negras pestañas una luz horrible, donde ardían la certeza, el asombro y el espanto. Calló.

Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión. La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre.

Tenía las facciones bien dispuestas, pero encapotadas por unas nubes de melancolía y padecimiento, no del padecimiento físico que destruye el organismo, pega la piel a los huesos, amojama las carnes y empaña o vidria el globo ocular, sino del padecimiento moral, o mejor dicho, intelectual, que sólo hunde algo la ojera, labra la frente, empalidece las sienes y condensa la mirada, comunicando a la vez descuido y abandono a los movimientos del cuerpo.

Había ciertas señales: la ojera, que ella tenía muy pronunciada, los ojitos un poco entornados, los labios secos... y otras, y otras. El jefe de inválidos volvió a deslizarse. D.ª Eloisa estaba en brasas, y otra vez le llamó al orden con voz angustiosa. Sucedía esto muy a menudo. D. Martín gozaba lo indecible colóreando las mejillas de las damas con sus frases atrevidas.