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Muchos ni sentían la curiosidad de aproximarse a él: hasta habían sonreído irónicamente, como si dijeran: «Un embustero más». Para ellos eran embusteros los periódicos que leían los viejos en voz alta; embusteros los que hablaban de la fuerza de la asociación y de una revuelta posible: sólo eran verdad los tres gazpachos y los dos reales de jornal, y con esto, alguna borrachera de vez en cuando y el asalto de una trabajadora, a la que afligían con el engendramiento de un nuevo desgraciado, se consideraban felices mientras duraba en ellos el optimismo de la juventud y la fuerza.

Adoraba el vino con el entusiasmo de la gente del campo que no conoce otro alimento que el pan de las teleras, el pan de los gazpachos o el ajo caliente, y obligada a rociar con agua esta comida insípida, sin otra grasa que el hediondo aceite del condimento, sueña con el vino, viendo en él la energía de su existencia, la alegría de su pensamiento.

Mejor me está a una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas.

A la edad en que otros niños más felices iban a la escuela, ellos eran zagales de labranza por un real y los tres gazpachos. En verano servían de rempujeros, marchando tras las carretas, cargadas de mies, como los mastines que caminan a la zaga de los carros, recogiendo las espigas que se derramaban en el camino y esquivando los latigazos de los carreteros que los trataban como a las bestias.

El amo de la tierra se resignaba a aceptar lo que esta quisiera darle. La extensión suplía la debilidad de un cultivo rutinario. Si la cosecha era mala, se hacían economías sobre el trabajo de los braceros y sobre los gazpachos que los alimentaban. Nunca faltaban esclavos que ofreciesen sus brazos. A bandadas bajaban de la sierra las mujeres y los gañanes pidiendo trabajo.

Antes se llevaba la administración con una sencillez patriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados. Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo, aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los de lluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía, comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.

Juanón esperaba un arrebato de cólera del rebaño miserable: hasta se preparaba a intervenir con su autoridad de jefe para aminorar la catástrofe. ¡Esos son los ricos! decían en los grupos. Los que nos engordan con gazpachos de perro. Los que nos roban. ¡Míalos cómo se beben nuestra sangre!...

Que aquella inmensidad de tierra se repartiese entre los que la trabajaban, que los pobres supieran que del surco podían sacar algo más que un puñado de céntimos y los tres gazpachos, ¡y ya se vería si los del país eran holgazanes!