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Abríanse puertas y ventanas, uniéndose nuevas voces a la delirante aclamación, y en cada bocacalle, un grupo de gente engrosaba la negra avalancha. Iban todos al ayuntamiento, furiosos y amenazantes como si solicitaran algo que podían negarles, y entre la muchedumbre veíanse escopetas, viejos trabucos y antiguas pistolas de arzón enormes como arcabuces. Parecía que iban a matar al río.

Una tarde estaban doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos: «Señoras, vengan, miren... ¡cuánta gente!... Han matado a uno». Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada momento engrosaba más. «Hay un cadávere difunto allí en mitad de la gente» gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón.

La campaña lo había empujado sobre la ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte, necesitando moralizar esa misma campaña como propietario y borrar el camino por donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que debía servir a contener la República en la obediencia y a llevar el estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos.

Se engrosaba y retorcía como una serpiente negra y nudosa, haciendo estallar el mármol, y al fin su empuje aproximaba y juntaba a los dos amantes, haciendo que sus cadáveres, separados por los crepúsculos de los hombres, se consumiesen unidos en un abrazo eterno que proclamaba la majestad del amor, más fuerte que la vida... más fuerte que la muerte... Un grito infantil interrumpió a Mina.