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Su rostro entre las tocas blancas; su cuerpo, cubierto de las estameñas obscuras, tenían una majestad, una belleza que no puede imaginar quien no la vio... EVARISTA. ¡Pobre niña, no delires!... ELECTRA. Al llegar cerca de mí, alargaba sus brazos como si quisiera cogerme. Me hablaba con una voz muy dulce, lejana, escondida... no sé como explicarlo. EVARISTA. Sigue, hija, sigue.
DOROTEA. Cálmate, por Dios... Hermana querida, tus tormentos tocan a su fin. Oye... Mi madre me llama. DOROTEA. No delires... Otras voces, voces de personas vivas, te llamarán... PANTOJA. Hija mía, ¿cómo saliste de la iglesia sin que yo te viese. DOROTEA. Salimos a respirar el aire puro. Electra se asfixiaba. PANTOJA. Hija mía, ¿te sientes mal? Mi madre me llama.
¡Ay, Dios mío! exclamó María Teresa, asustada, ¡está delirando!... ¡Padre!... ¡Papá!... aquí estoy yo, que te adoro... papá ¿me oyes? ¡Oh, padre, padre, no delires más! El señor Aubry continuaba: Sabes, Juan... hijo mío, mi verdadero hijo... sí, tú, Juan... tengo el medio de... te sorprendes... espera... espera... ¡Ah, ah, ah! ¡aquí esta... el medio de!...
Palabra del Dia
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