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Actualizado: 2 de junio de 2025
He dado mi palabra... Por tu hijo... Sí, por mi hijo también... No quiero que, andando el tiempo, puedan decir de él: «Este es el hijo de Zalacaín, que dió su palabra y no la cumplió por miedo»; no, si dicen algo, que digan: «Este es Miguel Zalacaín, el hijo de Martín Zalacaín, tan valiente como su padre... No. Más valiente aún que su padre.»
Martín, aunque respecto a él no podía negar la exactitud del cargo, creyó no debía permitir este ultraje dirigido a los Zalacaín y, abalanzándose sobre el joven Ohando, le dió una bofetada morrocotuda. Ohando contestó con un puñetazo, se agarraron los dos y cayeron al suelo, se dieron de trompicones, pero Martín, más fuerte, tumbaba siempre al contrario.
¿Pero qué pasa? dijo de pronto la superiora . ¿No llegamos todavía? Pasa, señora contestó Zalacaín que tenemos que seguir adelante. ¿Y por qué? Hay esa orden. ¿Y quién ha dado esa orden? Es un secreto. Pues hagan el favor de parar el coche, porque voy a bajar. Si quiere usted bajar sola, puede usted hacerlo. No, iré con Catalina. Imposible.
En este caserío nació y pasó los primeros años de su infancia Martín Zalacaín de Urbia, el que, más tarde, había de ser llamado Zalacaín el Aventurero; en este caserío soñó sus primeras aventuras y rompió los primeros pantalones. Los Zalacaín vivían a pocos pasos de Urbia, pero ni Martín ni su familia eran ciudadanos; faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa.
El Cacho, si comenzaba a ganar, se exaltaba, llevaba el partido al vuelo; en cambio, desanimado, no tiraba una pelota que no fuese falta. Eran dos tipos, Zalacaín y el Cacho, completamente distintos; el uno, la serenidad y la inteligencia del montañés, el otro, el furor y el brío del ribereño.
Semejante rivalidad, explotada por Ohando y los señoritos de su cuerda, terminó en un partido que propusieron los amigos del Cacho. El desafío se concertó así; el Cacho é Isquiña, un jugador viejo de Urbia, contra Zalacaín y el compañero que éste quisiera tomar. El partido sería a cesta y a diez juegos.
Efectivamente, poco después, Luschía llamó a Zalacaín y a Bautista. Pasad les dijo. Subieron por la escalera de madera hasta el desván y llamaron en una puerta. ¿Se puede? preguntó Luschía. Adelante. Zalacaín, a pesar de ser templado, sintió un ligero estremecimiento en todo el cuerpo, pero se irguió y entró sonriente en el cuarto. Bautista llevaba el ánimo de protestar.
Siguió el coche en su marcha pesada y monótona por la carretera. Era ya media noche cuando llegaron a la vista de Los Arcos. Doscientos metros antes detuvo Bautista los caballos y saltó del pescante. Tú le dijo a Zalacaín en vascuence tenemos un caballo aspeado, si pudieras cambiarlo aquí... Intentaremos. Y si se pudieran cambiar los dos, sería mejor. Voy a ver.
El caserío donde habitaban los Zalacaín pertenecía a la familia de Ohando, familia la más antigua aristocrática y rica de Urbia. Vivía la madre de Martín casi de la misericordia de los Ohandos.
Pasaron los dos por el bosque de Iraty y les acometieron unos cuantos jabalíes. Ninguno de los hombres llevaba armas, pero a garrotazos mataron tres de aquellos furiosos animales, Zalacaín dos y el de Larrau otro. Cuando Martín volvió triunfante, muerto de fatiga y con sus dos jabalíes, el pueblo entero le consideró como un héroe.
Palabra del Dia
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