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Actualizado: 25 de septiembre de 2025
Conque se dispusieron convenientemente dos o tres veladores lo más lejos que se pudo de los reverberos del billar que apestaban a petróleo; se pidió perdón a Nieves porque no olieran a cosa mejor, y se sentaron todos «en dulce amor y compaña», devorando a Nieves con los ojos los dos abogadillos; no sabiendo Leto Pérez dónde fijar los suyos con entera seguridad de no ser aludido por nadie, para evitarse la angustia de hablar delante de tan señalados huéspedes, y muy arrepentido el fiscal de haber puesto motes a aquel señor que, aunque tuerto, le parecía una excelente persona y era padre de la chica más guapa que había visto él de cerca en todos los días de su vida.
«Imagínate un hombre que hubiera vivido muchos años en la obscuridad de un calabozo, y que de pronto, cuando tenía perdida toda esperanza de libertad, le sacaran a la luz. ¡Cómo amaría la claridad del cielo, los celajes veladores, los horizontes límpidos y serenos! Pues así te amo yo, así, ni más ni menos.
Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores; atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas, bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando, con su jefe bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda, como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.
Palabra del Dia
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