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Era como una catedral; pero una catedral blanca, nítida, luminosa, con sus cinco naves separadas por tres hileras de columnas de sencillo capitel. Agrandábase el ruido de los pasos lo mismo que en un templo. Las bóvedas tronaban con el sonido de los voces, repitiéndolas ensanchadas por el eco.

El cañón había abierto durante la noche grandes ventanas en las arboledas que lo tenían oculto. Lo que más le asombró al contemplar este paisaje matinal, sonriente y pueril, fué no ver á nadie, absolutamente á nadie. Tronaban cumbres y arboledas, sin que se mostrase una sola persona. Más de cien mil hombres debían estar agazapados en el espacio que abarcaban sus ojos, y ni uno era visible.

Ni Gabriela ni yo volvimos el rostro hacia la calle. Ardían ruedas y ruedas, tronaban las marquesas, surcaban el aire vistosos cohetes, y nosotros no mirábamos nada. Gabriela prosiguió: Dígame usted.... ¿No es verdad que está usted enamorado de Linilla? No pude articular una palabra. ¿No es cierto que ustedes se aman? Respóndame, Rodolfo!

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes.

Ascendían, trazando en los espacios gigantescas curvas, tronaban en lo alto, y de la explosión brotaban raudales de polvo de oro, centenares de luces que al descender semejaban una lluvia de piedras preciosas. La charanga se soltó tocando el Himno Nacional. Dominó Gabriela su abatimiento, y me dijo en voz baja, con expresivo acento sigiloso: Hoy le contesté a Ernesto.

Los viejos trabucos cargados hasta la boca, tronaban con fogonazos que quitaban la vista, chamuscando a los más cercanos; disparábanse los pistolones de arzón entre las piernas de los fieles; repetían sus secas detonaciones las escopetas de fabricación moderna, y la muchedumbre aficionada a correr la pólvora, arremolinábase gesticulante y ronca, enardecida por el excitante humo mezclado con la humedad de la lluvia y por la presencia de aquella imagen de bronce, cuya cara redonda y bondadosa de frailecillo sano, parecía adquirir palpitaciones de vida a la luz de las antorchas.

De tiempo en tiempo, un cohete de arranque subía rasgando los aires, estallaba en las alturas, y se deshacía en chorros de fuego, en luces blancas, verdes, rojas, que esmaltaban con los colores nacionales el obscuro cielo. Tronaban en el atrio los mortereres disparando marquesas, reventaba la bomba, y se iluminaban con rapidísima claridad, cúpulas y torre.

Los predicadores tronaban en el púlpito contra el entristecedor espectáculo del celibato involuntario, y uno de ellos llegó a decir que las hijas solteras que se quedan en el mundo son en él objeto de escándalo y un obstáculo a las buenas costumbres. ¿Cómo, después de esto, atreverse a permanecer solterona?