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Actualizado: 26 de julio de 2025
A lo que Sancho respondió: -Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo. Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida entraba.
-Así es, como Sancho dice -dijo el duque-: veremos el talle de la condesa, y por él tantearemos la cortesía que se le debe. En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera. Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro, siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.
La calle de las Sierpes estaba convertida en un salón, con los balcones repletos de gentío, focos eléctricos pendientes de cables entre pared y pared y todos los cafés y tiendas iluminados, con las ventanas obstruidas de cabezas, y filas de sillas junto a los muros, en los que se agolpaba la gente subiendo sobre los asientos cada vez que el lejano trompeteo y el redoblar de los tambores anunciaba la proximidad de un «paso».
Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás.
Pero en medio de este caos, en que más y más se embrollaban sus ideas, oyó no ya rumores sordos y fantásticos, cual tambores lejanos, como le habían parecido los latidos precipitados de sus arterias, sino un ruido claro y distinto, y que con ningún otro podía confundirse: el canto de un gallo.
En el fondo de esta calle había un poste clavado en la tierra; más allá un furgón obscuro tirado por dos caballos, y varios hombres vestidos de negro. El avance de la mujer fué acogido por una voz de mando, é inmediatamente empezaron á sonar tambores y trompetas en la cabeza de las dos formaciones. Hubo un ruido de fusiles: los soldados presentaban las armas.
Los grupos en descanso destruían con su contacto lo que les rodeaba. Los batallones en marcha habían invadido todos los caminos, rumorosos y automáticos como una máquina, precedidos por los pífanos y los tambores, lanzando de vez en cuando, para animarse, su grito de alegría: «¡Nach París!» El castillo también estaba desfigurado por la invasión.
Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los tambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza, una compañía de milicianos.
¡Hermosa fiesta la de esta noche en casa de los señores de *! Los tambores atruenan la sala. No hay quien haga comprender á esos endiablados chicos que se divertirán más renunciando á la infernal bulla de aquel instrumento de guerra.
Delirando, cuando la metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear tambores, tañer zambombas, cantar villancicos.
Palabra del Dia
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