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Actualizado: 23 de junio de 2025


El pan, la cruel divinidad que obligaba a aceptar esta existencia miserable, rodaba en pedazos por el suelo, o se exhibía en las escarpias, entre los harapos, en enormes teleras de seis libras, como un ídolo al que sólo se podía llegar después de un día de encorvamiento abrumador.

Los peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en el agua, todos los peones lanzaban su ¡a...ijú! de triunfo.

El único que se conservaba aislado y podía llamarse hombre era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la montaña, y que rodaba solo, haciendo por su propia cuenta las revoluciones establecidas para la armonía del mundo.

La imagen transfigurada de Marta le sonreía apaciblemente desde arriba y lo bendecía, y, como una flor brotada de su tumba, la dicha parecía abrirse de nuevo para él. Las torres de la pequeña ciudad se acercaban progresivamente; se destacaban cada vez más detrás de los bosques de alisos. Un cuarto de hora después, el carruaje rodaba en la calle mal pavimentada.

Dentro de unas horas el estorbo quedaría anulado, sin emoción y sin remordimiento, como deben hacerlo los hombres superiores. Un estrépito procedente de la vía férrea le sacó de estos pensamientos. Era un tren de soldados que avanzaba, como todos los otros, envuelto en gritos, aclamaciones y silbidos. Rodaba hacia Italia, en sentido inverso de los numerosos trenes que venían al frente francés.

Se le figuró ver que caía la Regenta y se aplastaba, que caía el Magistral y se aplastaba, que caía don Víctor y se convertía en tortilla, que el mismo don Álvaro rodaba por el suelo hecho añicos. No importaba. Había llegado el momento. Si perdía la ocasión, la vacante de Teresina, podía entrar otra y adiós señorío futuro. No había más remedio que ocupar la plaza inmediatamente.

Yo dejé caer la cabeza sobre la baranda como un muerto, cerraba los ojos como para no desvanecerme; pero era inútil. Todo rodaba; todo me circuia dando vueltas en una confusion diabólica.

Hizo el camino a pie, invirtiendo en él diez jornadas, y llegó fresco y dispuesto a trabajar, con catorce francos y medio en el bolsillo, y los zapatos sin estrenar, en la mano. Dos días más tarde, rodaba un tonel por el faubourg de Saint-Germain, en compañía de otro camarada que no podía ya subir las escaleras, porque se había relajado.

Palabra del Dia

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