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Actualizado: 9 de junio de 2025


Cuando el artista quiere representar a la ciencia, a la poesía, a la virtud, ¿no les da forma de mujer? MARINO. Es cierto. PROCLO. No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a la ciencia, a la poesía y a la virtud con forma visible. MARINO. Ya no me maravillo. ¿Y puedo saber cómo se llama tu amada? PROCLO. Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco.

MARINO. Me afliges al decir eso. ¿Qué haré yo sin ti en este mundo? Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen a consultarte hablan siempre a solas contigo: no extrañes que note una contradicción... PROCLO. Di cuál es, y te demostraré que es aparente.

PROCLO. Hace ya años que mi alma no tiene caprichos. Es mandato de un numen. MARINO. ¿Puedo saber de cuál? PROCLO. De Venus Urania. MARINO. ¿La evocaste? PROCLO. No la evoqué. Ya sabes que en el día rara vez me tomo el trabajo de evocar a los númenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen a verme, enamorados de mi afable trato.

MARINO. Y dime, maestro, el sacrificio que sin duda haces al salirte del Uno y penetrar con la mente y con el discurso y con el afecto en este universo visible, ¿qué principal propósito lleva? PROCLO. Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayor trascendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en el tiempo debido para una función importantísima.

Proclo, agitando su báculo, traza en le aire círculos y otras figuras mágicas, y murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese música celestial, lenta y sumisa. ASCLEPIGENIA Y ATENAIS. ¡Qué portento!

PROCLO y EUMORFO a quien Marino acompaña, yéndose luego. EUMORFO. Abismo del saber, lucero de la filosofía, archivo de todas las noticias divinas y humanas... PROCLO. Amable mancebo, déjate de lisonjas y di lo que pretendes. EUMORFO. Pretendo que me ilustres un poco. EUMORFO. No me desdeñes así. Confieso que no tengo por las ciencias la vocación más decidida.

Contigo, por medio de la contemplación, en alas del entusiasmo y del amor sin mácula, me arrobaré, me extasiaré y me perderé en el Uno. PROCLO. Así sea. ASCLEPIGENIA. Ahora tengo que dejarte. No puedo faltar esta noche en mi palacio, donde aguardo visitas. Ve a instalarte allí desde mañana. PROCLO. No aspiro a otra cosa.

ATENAIS. En efecto, Proclo es el príncipe de los filósofos. Tu padre Plutarco y mi padre Leoncio, notable filósofo también, le veneraban como superior a ellos. Comprendo, pues, que ames a Proclo.

MARINO. Veo que esta noche estás expansivo. ¿Me permites que te haga vanas preguntas? PROCLO. Haz las que se te antojen. Si me es lícito, contestaré. MARINO. Pues con tu venia: ¿qué nos trae aquí desde el fondo del Asia, donde estabas estudiando los más oscuros ritos y misterios del Oriente, y desentrañando su oculto sentido? ¿Es capricho de tu alma o mandato de un numen?

Una lámpara de siete mecheros, puesta sobre un trípode o candelabro de bronce, ilumina la estancia. Puertas al fondo y a los lados. PROCLO, de edad de cincuenta años, seco, escuálido, consumido por vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un sitial. Su discípulo, MARINO, está de pié, junto a él. MARINO. ¡Maestro! ¿Estás decidido a recibir esta noche? PROCLO. Lo estoy.

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