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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió con dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo. Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon.

Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos. Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, quedando así satisfecho. Habían llegado, por fin.

No recordaban haber gastado ni la quinta parte. ¡Añá...! murmuró Cayé No voy a cumplir nunca... Y desde ese momento tuvo sencillamente como justo castigo de su despilfarro la idea de escaparse de allá. La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley. Vos tenés suerte... dijo. Grande, tu anticipo...

Vos también le dijo éste, mirándolo y van cuatro. Los otros no importa... poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta? Falta poco... pero no voy a poder trabajar... ¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana. Hasta mañana se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo.

Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su tumba de agua.

En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían, y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua.

Palabra del Dia

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