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Actualizado: 12 de julio de 2025
He prometido alegrarme de que D. Luis se vaya. He querido olvidarle y hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo; es un empeño superior a mis fuerzas. Cuando el vicario estaba aquí juzgué que tenía yo bríos para todo, y no bien se fue, como si Dios me dejara de su mano, perdí los bríos, y me caí en el suelo desolada.
Pero ¿cuándo se fué?... ¿En dónde está?... Se fué anteayer, y debe estar en París. ¡Un disparate su viaje! Imagínese, Alteza, que en los últimos días jugó con una suerte magnífica, hasta ganar veinte mil francos. ¡Si hubiese seguido!... Pero no quiso: tenía prisa. Me dió quinientos francos, y los perdí inmediatamente; era muy poco dinero para mi combinación.
La tercera noche, como si la suerte hubiera querido hacerme pagar sus favores desperdiciados, perdí todo lo que tenía, más cincuenta mil francos que el mozo de la sala de juego me prestó bajo mi firma. Aquel día llegué á casa de Lea aniquilado, embrutecido, y mi querida vió fácilmente que me ocurría alguna desgracia que yo juzgaba irreparable.
En cuanto se levantó del asiento, le perdí el respeto que le había tenido mientras permaneciera sentado. En esta posición, y no mirándole a las piernas, lo infundía realmente por sus bigotes, por su corpulencia, y sobre todo por su extraordinario vozarrón, que atronaba los oídos. Mas en cuanto ponía los pies en el suelo, volvía a ser el enano ridículo que me había excitado la risa al entrar.
El mozo echó sus cuentas: yo le convenía con mis tres mil y pico de duros de renta; los perdí... pues ¡abur, amor mío! Hágase usted cargo de mi situación. Yo estaba acostumbrada a vivir bien, sin pensar en mañana, y de pronto... nada, lo que se llama nada. Empeñando y malvendiendo cuanto había en casa, ayudadas solamente por la viudedad de mi tía, pasamos algunos meses.
Poco á poco las formas desaparecieron, todo se convirtió en una inmensa sombra vaga y lejana, y al fin perdí de vista la estrecha faja de la costa marsellesa.
Yo, comprendiendo el partido que podía sacar de mis enfermedades, solía fingir un dolor en el pecho o en el estómago para esquivar los castigos. Me libré muchas veces de los golpes; pero perdí mi reputación de hombre fuerte. «Este chico no vale nada», decian de mí; y hasta hoy creen lo mismo.
La causa apenas yo misma la sé: sé tan solo que perdí el corazon de mi marido, y que el ingrato juró que me repudiaba. Cuatro meses hace que pronunciando él su juramento, me cubrí con este velo y me retiré á ese aposento.
Le observé con curiosidad suma, y cuando le perdí de vista, me felicité nuevamente, como lo habia hecho otras veces, de que no les hubiera en mi pais. Estoy hasta la evidencia convencido de que los monjes han pasado para siempre y por fortuna; las instituciones humanas todas tienen su época. Otra de las buenas plazas de Turin es la de Carignano: ancha y espaciosa, con majestuosos edificios.
Yo llevo perdidas ya 40.000 pesetas desde el mes de agosto le dice una amiga a la pedigüeña. ¿Cuarenta mil pesetas? Y ¿a quién se las has perdido? Se las perdí a varios. Si fuese para comer, no me las hubiesen dado... Un jugador abandona su asiento con cara de malhumor. ¿Perdió usted mucho? No. Perdí poco; pero lo que más me indigna es ver ganar a los amigos. Que yo pierda, pase.
Palabra del Dia
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