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Los trajes de las señoras, tanto moras como cristianas, eran de pura fantasía teniendo de cinco á siete distintos cada una de ellas. una mora cubriendo su cabeza con pamela, y más de un moro que lo hacía con sombrero de copa. Con esto creo baste, pues son dos buenos botones para muestra.

El ejemplo más notable de lo que afirmo se hallará en el célebre novelista inglés Richardson. El autor de Clarisa Harlowe y de Pamela, que á su ingenio admirable, á su exquisita sensibilidad y penetración añade la circunstancia de ser el padre de la novela moderna, apenas es hoy leído, á lo menos en los países latinos.

La Tellería, con aquel arte tan admirable y tan suyo, se las compuso muy bien para volver a tomar algunas de las cosillas que regaló a Rosalía en aquellos raptos de cariño precursores del empréstito. «Puesto que usted no sale, maldita la falta que le hará esta pamela... ni esta forma de paja... Veré cómo la arreglo yo para ... Aquí no podrá usted usar el pelo de cabra.

Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas y no hubo jilguero ni calandria que él con la fuerza de su fantasía, no trocara en ruiseñor. Más de una vez le nombrar Pamela á su criada, y que únicamente dejó de llamar Clarisa á su lavandera señá Clara, cuando ésta manifestó que no gustaba de que la pusiesen motes.

Pasaba junto a él un niño llevando en un pie una bota de charol y en el otro un zapato rojo, arrastrando la balumba de arrugas de unos pantalones de hombre, cubriéndose la cabeza con una pamela de paja desengomada y con vestigios de flores. No, no era una máscara.

En el portal en que en otros tiempos se sentaba á tejer sus redes un pescador, alisaba el mango de su azadón un fornido vizcaíno; en el balcón en que antes vi á la familia de un pobre labrador desgranar las panojas de la última cosecha, fumaba en larga pipa un belga, calzado con altas botas de cuero; y en lugar del cobertor tradicional y las madejas de estopa, colgaban de la soga de la solana las bridas de un caballo y ancho gabán impermeable; á la puerta de una taberna estropeaba el castellano el tabernero para convencer á un alemán «cerrado», de que lo que le había vendido por gin no era, como parecía, rescoldo; en la plaza, donde paró el carruaje, circulaban entre la boina de los vascos y el gorro verde y colorado de los marineros de la población, la leve pamela de la Fuente Castellana, y entre la camiseta de bayeta verde y la blusa azul de los obreros, el brillante gabán de seda sobre el esbelto talle de las hijas del Manzanares y del Sena.