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Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el primero, y en quien han de reunirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de comandante de campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin adictos, el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del momento presente para que se produzca más tarde en dimensiones colosales. Así, el gobierno papal hace transacciones con los bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el vandalaje y creándole un porvenir seguro; así, el Sultán concedía a Mehemet-Alí la investidura de bajá de Egipto, para tener que reconocerle más tarde Rey hereditario, a trueque de que no le destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo habían elevado, entregando este influyente cargo a hombres vulgares que no pudiesen seguir el camino que él había traído: Pajarito, Celarrayán, Arbolito, Pancho el

Una desavenencia con la Francia era para Rosas el bello ideal de su Gobierno, y no sería dado saber quién agriaba más la discusión, si M. Roger con sus reclamos, su deseo de hacer caer aquel tirano bárbaro, o Rosas, animado de su ojeriza contra los extranjeros y sus instituciones, trajes, costumbres e ideas de gobierno. «Este bloqueo decía Rosas frotándose las manos de contento y entusiasmo va a llevar mi nombre por todo el mundo, y la América me mirará como el defensor de su independenciaSus anticipaciones han ido más allá de lo que él podía prometerse, y sin duda que Mehemet-Alí ni Abdel-Kader gozan hoy en la tierra de una nombradía más sonada que la suya.

Mehemet-Alí, dueño de Egipto por los mismos medios que Facundo, se entrega a una rapacidad sin ejemplo aun en la Turquía; constituye el monopolio en todos los ramos, y los explota en su beneficio; pero Mehemet-Alí sale del seno de una nación bárbara, y se eleva hasta desear la civilización europea e injertarla en las venas del pueblo que oprime.