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Actualizado: 26 de julio de 2025
Yo me voy, que tengo mucho que hacer». Metiose el original moralista en su simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a sentir en su alma una inquietud inexplicable.
Estaba yo abatida por la inquietud, llorando y rogando sentada en un canapé, con los balcones abiertos.
Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos instantes.
Dos días de tregua le bastaron para escapar con el primer disfraz que encontró y caer en los brazos de mi madre. El primer instante lo dedicaron por completo al placer de volver a verse, el segundo a la inquietud y al terror. Saumur pertenecía a los republicanos y mi padre estaba proscrito.
Sintió cada vez mayor inquietud al pensar en la posibilidad de que Torrebianca descubriese el verdadero motivo del odio de aquellos dos hombres cuyo duelo á muerte había concertado. Fué repasando en su memoria todo lo ocurrido entre ella y su esposo desde el día anterior.
El padre Gil ya no se sentía arrastrado por la metafísica; empezaba a atormentarle una sorda inquietud que llenaba su espíritu de temores, de vagos presentimientos. Sentía vergüenza singular desde que el viajero que se había apeado les observara con atención tan sostenida. Aquella muchacha le inspiraba miedo. Un tropel de pensamientos feos, insensatos, acudió a su cerebro y lo llenó de confusión.
Pregunté, pues, a Adela a dónde iba y me respondió con una ligera e inocente sonrisa que era un gran secreto. Tal misterio, puedes creerlo, no me produjo la menor inquietud. Yo lo había olvidado ya cuando el último sonido de las palabras aún no había acabado de agitar el aire.
«No es posible poder reducir ni hay testimonio con que explicar lo que en este trance se vió y oyó, y los milagros por la Divina Magestad, en que á vista de tal inquietud y resolución, no permitió que hubiese otra cosa que voces.»
Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin cansancio.
De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que volvía cien y cien veces á repetirse lo mismo. El que no viniese el P. Jacinto á hablar con él inspiraba al Comendador la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que daba á la calle, á ver si le veía salir de casa de Doña Blanca.
Palabra del Dia
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