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Actualizado: 9 de junio de 2025


Vivía con su papá, que tenía no poco de respetable, que se ganaba la vida componiendo relojes, y que era fervoroso cristiano, aunque protestante, leyendo mucho la Biblia en sus horas de asueto. Ni se le podía acusar de excitación, connivencia o tolerancia en las transgresiones de su hija.

Una punta de envidia latía en las miradas y las palabras. Otros, á impulsos del mismo sentimiento egoísta, se complacían en marcar un descenso en esta suerte maravillosa. Perdía y ganaba. Sus buenos golpes ya no eran tan seguidos como al principio; pero de todos modos, si se retiraba inmediatamente, tal vez se llevase trescientos mil francos.

Aquella Visanteta, con su peinado de la huerta, su perpetuo ceño y sus contestaciones secas y desabridas, era una gran criada, que se ganaba a conciencia el salario. Lo mismo preparaba en la cocina una gran comida, que arreglaba una mesa «a estilo de fonda», arte que había aprendido sirviendo a una familia inglesa.

El veterano echaba de menos los días en que, según él decía, jamás se compraba con oro ni tratados el paso por tierra extranjera, sino que se ganaba á punta de lanza ó se perecía en la demanda.

Nada perdía con tener contenta a la abuela. En las Carolinas seguían hablando de su tesoro, y ¡quién iba a saber si pensaría en su nieto como heredero! Isidro rió de la avaricia que se despertaba en él. Sentíase alegre, a pesar de que hacía tiempo que no ganaba dinero.

Pero a las pocas semanas de esta vida vertiginosa, en la que ganaba cinco mil pesetas por cada tarde de trabajo, Gallardo comenzaba a lamentarse como un niño lejos de su familia. ¡Ay, mi casa de Sevilla, tan fresca, y con la pobre Carmen que la tié como una tacita de plata! ¡Ay, los guisos de la mamita! ¡Tan ricos!...

El príncipe conocía el significado de estas ráfagas de curiosidad: un jugador ganaba ó perdía de un modo extraordinario. Cierto nombre llegando vagamente á sus oídos hizo que su atención se concentrase. La duquesa de Delille... Doscientos mil francos... Todos los que tenían permiso para jugar en los salones privados se precipitaban hacia la gran puerta de cristales que da acceso á ellos.

Sus après dîners de los viernes llegaron a tener fama, y con igual facilidad se concertaba en ellos un gabinete que se desconcertaba un matrimonio, se ganaba un diputado para la oposición que se perdía una muchacha para siempre, minada al amparo bienhechor de la dama, por esa galantería de algunos salones, que llama un autor, nada asustadizo por cierto, trabajo de zapa que el vicio emplea para minar la virtud.

Por la noche tornó a salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole con energía: Adelante, adelante. ¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes no podían escucharle!

Ganaba el 2 por 100 de comisión por lo que vendía. ¡María Santísima, qué vida más deliciosa y qué bien hizo en adoptarla, porque cosa más adecuada a su temperamento no se podía imaginar! Aquel correr continuo, aquel entrar por diversas puertas, aquel saludar en la calle a cincuenta personas y preguntarles por la familia era su vida, y todo lo demás era muerte.

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