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Pero Antón Perales no quiere ser menos que su contrinca, y paga otros ocho cuartillos que se beben con la misma solemnidad que los anteriores, con el mismo ceremonial, pero con mayor locuacidad de parte de los bebedores y con peor pulso de la del escanciador. Entretanto la tarde va acabándose, y el ganado y la gente que llenaban la feria se retiran poco á poco.

Una gran feria, abundante en diversiones para la muchedumbre, ocupaba los jardines del templo. De lejanas ciudades llegaban por el espacio flotillas de aparatos voladores, depositando en el lugar sagrado nuevos grupos de peregrinos.

Terminado el cotillón, comenzó el desfile de la gente. Fué una retirada estrepitosa. Toda aquella muchedumbre se agolpó en el vestíbulo y en la escalinata, charlando en voz alta, riendo, gritando alguna vez en demanda del coche. El vasto jardín, iluminado por algunos focos de luz eléctrica, ofrecía un aspecto fantástico, inverosímil, como los paisajes de los cosmoramas de feria.

Entre tanto agolpábase la gente; crecía el bullicio, y echadas las campanas á vuelo, llenóse la plaza de la Feria de innumerable pueblo.

Vino después el desengaño con la furia consiguiente. Adiós, Antoñona dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría. Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.

Avisóles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a la Carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla; todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.

Sin hacer más reparos, los tres se fueron en seguida a la velada y feria que había en la plaza, la cual, con los muchos farolillos y candilejas que la iluminaban, parecía una ascua de oro; y por el bullicio y por la muchedumbre de gente, que casi la llenaba, era un hormiguero de seres humanos.

La Señana y el señor Centeno, que habían hallado al fin, después de mil angustias, su pedazo de pan en las minas de Socartes, reunían, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal que les habría parecido fortuna de príncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria vendiendo pucheros.

Contáronme cosas fabulosas sobre el lujo de ostentacion que se despliega en Sevilla en la Semana Santa, coincidiendo con la gran feria sevillana.

Cuando estaba ya montado en la mula, llegó un chiquillo y le dijo: «Aquí tengo dos cuartos para un pito, ¿me lo quiere usted traer?» Y diciendo y haciendo, le puso las monedas en la mano. El hombre se inclinó, tomó el dinero y le respondió: «¡ pitarás!» Y, en efecto, volvió de la feria, y de todos los encargos no trajo más que el pito.