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¿Y no volvísteis á ver á Margarita? ¡Oh! ¡basta! ¡basta!... os he referido lo antecedente para que comprendáis que mi nombramiento de confesor del rey me causó pena; yo estaba acostumbrado á una vida obscura y silenciosa en el fondo de mi celda; á la contemplación de las cosas divinas, que levantaba mi espíritu de las miserias humanas dándole la paz de los cielos; yo no podía ver sin dolor, que se pretendía arrojarme á un mundo nuevo para , y más peligroso cuanto más grande, cuanto más elevado era ese mundo; yo no podía pensar sin estremecerme, en que se me quería confiar la conciencia de un rey, hacerme partícipe de su inmensa responsabilidad ante Dios... y me negué.

MANRIQUE. No me he atrevido... no por qué se me ha figurado que me habíais de contar alguna cosa horrible. AZUCENA. ¡Tienes razón, una cosa horrible!... Yo, para recordarlo, no podría menos de estremecerme... ¿Ves esa hoguera? ¿Sabes lo que significa esa hoguera?

Soy rico, soy solo en el mundo, sencillo en mis gustos, inclinado á hacer el bien que puedo, refractario á la envidia y á la maledicencia, y no puedo contemplar, sin estremecerme, los dardos que me arrojan las rivalidades que cercan mi puesto, y la baja adulación de los que me necesitan ó me temen.

No me atreví á rehusar, pero muy pronto conocí por sus miradas y palabras que había hecho mal; quise tomar por el puente, me lo impidió descaradamente y después ¡Jesús me valga! no puedo pensar en sus soeces insultos sin estremecerme. ¡Cuánto os debo! Y cuando recuerdo que yo.... ¡Qué asco! ¿Qué es ello? preguntó Roger admirado.

También ellos parecían nacer y florecer, como las plantas que los rodeaban. ¡Oh, primavera, juventud del año! ¡Oh juventud, primavera de la vida! »A pesar de todo no puedo pensar, sin estremecerme, en las emociones, por agradables que sean, que esperan a mi pobre hija. Es tan delicada, y tan débil de cuerpo y de espíritu que una alegría la trastorna tanto como a otros una pena.

¡Oh! no, hijo mío; por muy dulces que sean para tus promesas, jamás recordaré sin estremecerme la horrible pesadilla de estos últimos años. Mira mi semblante ajado, mi pelo blanco y mis manos temblorosas. He envejecido veinte años en veinticuatro meses hasta parecer una septuagenaria. ¿Había yo, acaso, cometido grandes pecados para recibir tan duro castigo?