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Actualizado: 29 de junio de 2025


¿Qué dirían sus amigos, que le envidiaban como amante de Leonora, al saber que ésta le trataba como un amigo insignificante, como un buen muchacho que la distraía en la soledad de su voluntario destierro?

Ana era de la clase; la honraba con su hermosura, como un caballo de sangre y de piel de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado. Las señoritas nobles no envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían que las proporciones los novios aceptables harían lo mismo. Sabían a qué atenerse.

Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo. «Necia, ¿si creerá que a se me conquista como a don Saturno?». A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos.

Sobre todo, lo que ella más saboreaba, y lo que tenía por más seguro, era la envidia. La envidiaban, no sólo las pobres, las que no podían permitirse el gasto que significaban aquellos diamantes y aquel vestido, sino también las dos o tres ricachonas presentes, que hubieran podido, sin hacer un disparate, presentarse aquella misma noche con algo tan bueno y todavía mejor.

Los demás canónigos le envidiaban, entre otras cosas, sus hermosos ademanes en el púlpito y aquella bizarría con que manejaba el manteo, aquellos sus diversos estilos de arrebozarse con él y de derribarlo de súbito, a modo de capa soldadesca, como quien va a desnudar varonilmente la espada. Su primera lección fue un verdadero pórtico de sapiencia.

Un brazo tremolaba un pañuelo en la popa de la barca. «¡Adiós, capitán!» Y el capitán movía la cabeza, sonriente y emocionado por el saludo femenil, mientras los marineros envidiaban su buena suerte. Otra vez un hombre de la tripulación llevó el equipaje de Ferragut al albergo de la ribera de Santa Lucía.

Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado. Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. «Formaban buena pareja; ¡qué matrimonio tan guapo podrían hacer

En su cuarto, el espejo tenía grabados nombres de mujer, frases intranscribibles, como recuerdo de los hospedajes de una hora... Y todavía algunas damas de París, ocupadas en buscar un alojamiento, envidiaban tanta fortuna. Sus averiguaciones resultaron inútiles. Los amigos que encontró en la muchedumbre fugitiva pensaban en su propia suerte.

Yo era un niño y ella era una niña en ese reino más allá de la mar; pero Annabel Lee y yo nos amábamos con un amor que era más que el amor; un amor tan poderoso que los serafines del cielo nos envidiaban, a ella y a .

Todos los empleados que vivían en el claustro alto envidiaban su cargo, por ser el más productivo y por el favor de que gozaba cerca del arzobispo y los canónigos. El Azul consideraba el templo como de su propiedad, faltándole poco para arrojar de él a los que le inspiraban antipatía.

Palabra del Dia

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