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Los hombres, en los cafés o en el casino envidiaban a Rafael, comentando con ojos brillantes su buena suerte. Aquel chico había nacido de pie. Pero luego en sus casas unían su voz severa al coro de mujeres indignadas. ¡Qué escándalo! ¡Un diputado, un personaje que debía dar ejemplo! Aquello era burlarse de la ciudad.

Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Envidiaban a la gente rica que puede dormir de día y entretener su tiempo como mejor le parece. Rafael saltó a tierra molestado por la curiosidad de los grupos. Pronto estaría enterada su madre. Al subir al puente con paso tardo y perezoso, muertos los brazos por sus esfuerzos de remero, oyó que le llamaban.

Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas.

Francisco Pereira Pestana, gobernador de Goa, recelaba de continuo que la rivalidad entre la gente que acaudillaba Tiburcio y los que le envidiaban y odiaban originase desórdenes sangrientos.

Súbitamente tranquilizada, la bestia se irguió. Era un hombre, un viejo. Otras larvas humanas fueron surgiendo al conjuro de sus gritos, pobres seres que habían renunciado á la verticalidad, que denuncia desde lejos, y envidiaban á los organismos inferiores su deslizamiento por el polvo, su prontitud para escurrirse en las entrañas de la tierra.

Además, hijo de una gran familia; señorones adinerados que nunca le dejaban ir por Toledo con el bolsillo vacío. Y ella, la pobre Sagrario, bobita de amor, chalada por su cadete, orgullosa cuando paseaba los domingos por Zocodover o el Miradero entre su madre y aquel novio tan apuesto que le envidiaban las señoritas de la ciudad. La hermosura de tu sobrina hacía hablar a todo Toledo.

Los ángeles que en el cielo no se sentían ni la mitad de lo felices que éramos nosotros, nos envidiaban nuestra alegría a ella y a . Pero nuestro amor era más fuerte que el amor de aquellos que nos aventajan en edad y en saber, y ni los ángeles del cielo ni los demonios de los abismos de la mar podrán separar jamás mi alma del alma de la bella Annabel Lee.

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad, y los que a aquellas horas transitaban por las calles tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar presos.