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Unos traían fajina, otros palmas, otros entendían en la fábrica, otros abrir el foso. Esto hacían los tudescos porque se lo pagaban muy bien. Todo lo demás hacían los soldados por no haber ya gastadores: todos eran muertos de mal pasar, y harta parte dellos en Sicilia: en las mismas cárceles en que estaban depositados moríanse por no darles de comer.

A Clementina le hacía muchísima gracia el desenfado, mejor aún, el cinismo de Pepa. Ambas se entendían admirablemente. Ambas eran chulapas, dos manolas nacidas demasiado tarde y en condición social poco acomodada a su naturaleza. Por supuesto, Pepa lo era mucho más legítima que Clementina, quien no lo llevaba en la masa de la sangre: veníale de afición.

Y en todas, el ideal consciente o subsconsciente fue la permanencia o el acercamiento al estado o condición en que el hombre estuvo en contacto con la sabiduría máxima de su respectivo Confucio o Salomón, o en comunicación con la divinidad misma por los respectivos profetas o apóstoles; todos vivían con el pensamiento en el pasado y confiando en el auxilio póstumo de los antepasados; todos entendían que los tiempos felices, los tiempos heroicos, los tiempos santos estaban detrás y no delante de la humanidad presente.

Y ansí se les repartió á los caciques que allí eran los depósitos que ansí habian de hacer, y se les mandó y señaló el tiempo que de tantos á tantos años se le hiciesen in perpetuum, si por el Inca no les fuese mandado otra cosa; todo lo cual acetaron de hacer los tales caciques, porque entendian que Inca Yupanqui era Señor que sabia bien satisfacer todo servicio que le fuese hecho.

¿Pues no le estaba poniendo varas al Provisor?». Esto que no lo notaban, o fingían no verlo, los demás convidados, lo estaba observando él por lo que le importaba. Pero no se daba por vencido, insistía en galantear a la viuda, fingiendo no ver lo del Magistral. Ordinariamente Obdulia y Joaquinito se entendían. «¡Señor! ¡si había llegado a darle cita en una carbonera!

¡Qué bien está! decía Lilí. Pasó media hora; Lilí se impacientaba y estiraba las piernas. No viene decía. ¡Calla, tonta!... Sonó un ruido; Lilí dio un codazo a su hermano; susurróle al oído: ¡Ya viene! Y se encogió mucho, mucho... Y venía, en efecto; pero no venía sola... Venía con ella el tío Jacobo, hablando de cosas que ellos no entendían, ¡qué fastidio!

Le presentaba primero fresco, colorado, alegre, como una flor, lleno de gracia, de sueños de grandezas, esperanza de los suyos y de la patria... y después, seco, frío, hastiado, mustio, inútil. Casi siempre se olvidaba de decir la que les esperaba a las víctimas del vicio en el otro mundo. Aquella moral utilitaria la entendían las señoras y los indianos perfectamente.

Los primeros sermones que pronunció fueron de hombre que ha comenzado a estudiar: al cabo de un año, la santificación de las fiestas, la Inmaculada Concepción, los carceleros del Papa, los milagros modernos, las impiedades del matrimonio civil, la infamia llamada libertad de cultos, fueron sus temas favoritos; y los campesinos, que al principio no le entendían, empezaron a entusiasmarse con su palabra, de la que no fue avaro, sino que la prodigó, experimentando algo semejante al orgullo de la misión cumplida.

El gobierno no estaba en condiciones de hacer esos gastos, decían; pero yo he creído siempre que para quienes entonces estaban en privanza no fueron nunca simpáticas las ideas de mi abuelo. ¡Qué entendían ellos de pelear en defensa de la patria, en Tampico, en Veracruz y en Churubusco! ¡Qué les importaba a ellos que se murieran de hambre unas pobres viejas!

Al regreso fué á tomar carga en el puerto de Marsella. No tenía Ferragut que preocuparse del buque cuando estaba anclado. Eran los oficiales franceses los que se entendían con las autoridades de los puertos. El se limitaba á ser una justificación de la bandera, un capitán de país neutral que hacía valer con su presencia la nacionalidad del buque.