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Gracias, máscara dijo la dama con sonrisa de complacencia, abriendo al mismo tiempo la cajita de Miguel y sacando de ella una almendra con sus dedos enguantados. ¡Qué envidia sentirán ahora los que me vean! ¿Por qué? Porque voy sentado a los pies de la reina de la hermosura, la estrella Sirio de los salones de Madrid. El joven exageraba.

Cuando se acercaba á saludarla y tocaba sus dedos finos enguantados y aspiraba el perfume delicado que se escapaba de su persona, como si fuese cualidad de ella y no afeite del tocador, y escuchaba su voz siempre entonada discretamente y veía vagar por sus labios una sonrisa distraída y melancólica, se acordaba de las heroínas que sucesivamente habían ocupado su fantasía y se decía que la condesa nada desmerecía á su lado.

Comían en las aceras de las calles estrechas y pendientes, junto al pavimento de agudos guijarros; otras veces en plena Castellana, a la sombra de un árbol, viendo pasar lujosos carruajes que, heridos por el sol, echaban rayos de su charolado exterior, y sombrillas rojas y azules, graciosas cúpulas de seda, bajo las cuales marchaban señoras elegantes, precedidas de niños enguantados y con huecos faldellines, que el hijo del albañil contemplaba con asombro.

El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente de un general al frente de sus tropas.