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Esto ocurría por el mes de Julio de 1876, y al reunirse la Diputación en Noviembre de dicho año me dedicó en su Memoria semestral el siguiente párrafo: «No cumpliría con un deber que a la vez imponen los fueros de la cortesía y el homenaje que las rectas conciencias rinden a la verdad, si al comenzar este trabajo, la Comisión no hiciese público el sentimiento de consideración que debe al que fue su dignísimo vicepresidente, don Pascual Verdú, el cual renunció su cargo en Julio último, no por disentimiento con sus compañeros, sino por tener que trasladar su residencia a Madrid.

Siempre era de la opinión de ellas, pues aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu, estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen. Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor trascendencia.

La continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre , observando en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada... No obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus presupuestos, se hacía de él lo que se quería... Considerando esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada clase... De donde resultaba que ambos, el Sr. de Pez y la señora de Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio, pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan méritos para la gloria eterna.