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38 Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. 40 Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. 41 Murmuraban entonces de él los Judíos, porque había dicho: YO SOY el pan que descendí del cielo.

A esta voz extranjera, un gruñido salió de las tinieblas; inmediatamente una piedra cayó a mi lado, agujereando el papel encerado de la celosía; después, una flecha pasó silbando cerca de , clavándose en un listón. Descendí rápidamente a la cocina de la hospedería.

Determiné, por lo tanto, visitar antes secretamente a M. y Mme. de Larnaud, para que me lo contasen y prevenirlo todo convenientemente. Descendí, pues, ante una fonda de la calle Richelieu, muy cercana a la que él habita; era aún de día. ¡Dios mío! ¡cuánto sufría al retardar hasta el día siguiente el placer de abrazarle, después de visitar a M. y Mme. Larnaud!

Llené mi cartera de letras sobre Londres. Descendí a la calle con el furor de un buitre que hiende el aire en busca de su presa. Pasaba un carruaje vacío. Le detuve gritando: ¡A los toros! ¡Son diez reales, mi amo! Introduje la mano en la cartera cargada de millones y saqué las monedas que tenía: 75 céntimos... El cochero fustigó el anca de la yegua y siguió refunfuñando.

15 Y volví y descendí del monte, el cual ardía en fuego, con las tablas del pacto en mis dos manos. 16 Y miré, y he aquí habíais pecado contra el SE

Dejando este punto en duda, descendí con la mirada y la atención a lo que más me interesaba por el momento: lo que podía verse de la tierra en todas direcciones desde mi observatorio de piedra mohosa con barandilla de hierro oxidado. ¡Bien poco era ello, Dios de misericordia!

Excelente, excelente... Nuestro buen padre Gutiérrez le preparará una fiambrera superior... «Amén», hijo mío. «In Deo omnia spes...» Al día siguiente, montado en una mula blanca del convento y acompañado del padre Anacleto y el padre Sánchez, descendí del convento al repique de las campanas.

Eran las nueve de la noche cuando descendí del carruaje, en el húmedo umbral de la casita en que acababa de entrar, aunque tardíamente, esta fortuna casi real. La sirvienta vino á abrirme; lloraba amargamente. al instante la voz grave del señor Laubepin que dijo:

La Naturaleza está llena de abismos que la mirada más escrutadora jamás alcanzará a sondear. »Todo el día había estado pensando en la dicha que les tenía preparada, lo mismo que el niño que guarda una sorpresa para una persona a quien ama y que siempre está a punto de revelar el secreto. Temiendo descubrir el mío a Magdalena, dejé a ésta en el salón y descendí al jardín.