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39 E inclinándose hacia ella, riñó a la fiebre; y la fiebre la dejó; y ella levantándose luego, les servía. 40 Y poniéndose el sol, todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades, los traían a él; y él poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanaba. 41 Y salían también demonios de muchos, dando voces, y diciendo: eres el Cristo, el Hijo de Dios.

Saltaba la bestia con la agilidad del terror, las cuatro patas en el aire al mismo tiempo, torciendo en vano la cornuda cabeza para arrancarse con la boca aquellos demonios agarrados a su pescuezo. La gente reía y aplaudía, encontrando graciosos estos saltos y contorsiones. Parecía que ejecutaba una danza de animal amaestrado con la torpe pesadez de su volumen.

El indio enfermo no vió á los demonios, sino sólo una sombra espantosa de donde salía tan perversa admonición.

Poco se te conoce. Porque me gusta más hablar a tiempo que hablar mucho. Pues ¿a qué esperas, alma de hielo? A que me saque el general el estanco en la villa, que voy a pedirle hoy mismo. ¡Acabaras, con dos mil demonios! exclamó Juana en un desahogo de insensata alegría.

Llegado apenas al segundo salmo, acabó él de arroparse y gritándome que procurase conducirme cual cuadraba á un piadoso fraile, apretó á correr camino arriba como si lo persiguieran los demonios.

..., pues que las quiten; es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas!

En la Europa occidental algunas iglesias y conventos han sido construídos en la orilla de las fuentes; pero en muchos más puntos aun, los sitios encantadores en donde alegremente salen del suelo las aguas cristalinas, han sido maldecidos como parajes frecuentados por demonios.

No los había visto nunca, por ser una mísera ignorante; pero su abuelo y su padre, grandes «machis», ó sea curanderos mágicos, tenían frecuente trato con estos demonios pequeñísimos. Sólo los sabios indígenas podían conocerlos. Algunos médicos gringos pretendían haberlos visto igualmente, dándoles en su lengua el apodo de «microbios», pero ¡qué sabían ellos!...

Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie, dando una gran voz, dijo: -Yo soy el sabio Lirgandeo. Y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra.

Con la mitá de lo que tengo te quisiera yo ver, mediquín, matasanos de los demonios, a ver qué cara ponías... ¡Pues hombre!... Intervinimos todos, Neluco inclusive, para calmarle, y se calmó pronto; pero no apuntó la menor idea de prepararse a bien morir. Sobre este punto venía muy contrariado el médico.