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Actualizado: 12 de julio de 2025


Con las manos convulsas, tomó de nuevo el periódico que había dejado caer, y leyó la gacetilla por segunda vez, por tercera, por cuarta... Cuanto más la leía, más penetraba en su cerebro, más se aferraba a su espíritu la funesta sospecha. Y sintió un frío extraño que le invadía todo el cuerpo menos la cabeza.

Fue una exclamación de horror que conmovió a toda la plaza; un espasmo que hizo poner de pie a la muchedumbre, con los ojos agrandados, mientras las mujeres se tapaban la cara o se agarraban convulsas al brazo más cercano. Al tirarse el matador, su espada dio en hueso, y retardado en el movimiento de salida por este obstáculo, había sido alcanzado por uno de los cuernos.

AZUCENA. Me acuerdo de cuando achicharraron a tu abuela; iba cubierta de harapos; sus cabellos, negros como las alas del cuervo, ocultaban casi enteramente su cara; yo, tendida en el suelo, arañando frenética mi rostro, había apartado mis ojos de aquel espectáculo, que no podía suportar; pero mi madre me llamó, y yo corrí hasta los pies del cadalso... los verdugos me rechazaron con aspereza, no me dejaron darla siquiera un beso, y la metieron en el fuego... Todavía retiembla en mi oído el acento de aquel grito desesperado que le arrancó el dolor... Debe ser horrible, precisamente horrible ese suplicio; aquel grito desentonado expresaba todos los tormentos de su cuerpo, y los verdugos se reían de sus visajes, porque la llama había quemado sus cabellos, y sus facciones contraídas, convulsas, y sus ojos desencajados, daban a su rostro una expresión infernal...¡Y esto les hacía reír!

Apretó la sábana con las manos convulsas, y lanzó una serie de interjecciones brutales, entregándose a una de esas cóleras breves y terribles de los hombres sanguíneos. Antes que se hubiese apagado por completo, oyó tocar en la puerta suavemente. Figurándose que era su mujer, gritó con furia: ¿Quién va?

Azorado el pobre hombre y sin saber á qué santo encomendarse, dió algunos pasos por el zaguán, cuando se abrió de golpe la puerta interior y apareció el furibundo francés, cerrados los puños y las deformes facciones convulsas por la ira. ¡Todavía estáis ahí, perros ingleses! gritó. ¡Mi espada, venga mi espada!

La libertad no ha muerto, Y en la sangrienta arena Donde se postrada Su aliento no rindió: De heridas traspasada, Y en rojo humor teñida, En sus convulsas manos Nuestro laurel salvó. Secad el triste lloro Que baña las mejillas Al sol de la esperanza Que miro ya lucir, Los pueblos no se salvan Con infecundo llanto, Sinó queriendo altivos Ser libres ó morir.

Palabra del Dia

buque

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