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En la vida monótona de aquellas pampas la tremenda noticia circuló bien pronto. ¡El ahijado del patrón se comería esa noche, como quien se bebe un vaso de agua, cuatro cisnes y un ganso viejo! Había que ir a verlo comer, esa era la palabra de orden en la estancia y sus alrededores. Llegada la hora, el infeliz Juanillo fue a sentarse, como de costumbre, solo ante la mesa de los amos.

Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una... Una chuletita.

A lo sumo concedían que comería cañamones. Los expertos no se aturdían por estos improperios convencionales, que eran allí el buen tono; insistían y acababan por sacar tajada, si la había. La virtud y el vicio se codeaban sin escrúpulo, iguales por el traje que era bastante descuidado.

Simón tiene mucho talento y es ya bastante crecido para andar solo. En fin exclamó suspirando la señora Miguelina, es de desear que de todo ese enredo no saque más disgustos que provecho. Después, para cortar en seco esta conversación, preguntó al viajero si comería en la mesa común.

¿Sabéis lo que yo haría en vuestro caso ahora mismo? prosiguió en alta voz. Pues me iría á casa, comería los puches, orinaría y me metería en la cama......Porque es triste que le anden á uno con las costillas en día tan señalado. Si mañana fuese día de trabajo, vaya con Dios. ¡Que segara el diablo por uno!

Verás: soltaba una risa que a me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... ¡te comería!

Lo que retengo en la memoria admirablemente es que Gloria me sirvió almíbar de azahar, diciéndome que era cosa exquisita, y que yo no lo encontré tanto, y que ella se enfadó y me dijo que era un simple y un desaborío, y que yo, para cortar la discusión, le dije que si me la sirvieran a ella en ese almíbar la comería, pero otra cosa, no; y que ella me respondió, riendo, que yo «era un gaditano con más conchas que un galápago». En cambio, cinco yemas de San Leandro, que me hizo comer una tras otra, me parecieron deliciosas, y alabé las manos de las monjas y a Dios, que las había criado.

¿Qué me importa? Nadie más soberbia que yo, y me humillaré, sin embargo, y besaré el suelo, si es preciso; se trata de Quilito que, por mi boca, va a pedir lo suyo. Para nada quiero: cáscaras comería, antes que poner los pies en esa casa. Y si nada consigo, me quedará la conciencia tranquila, por haber tentado todos los medios de salvarle.