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Actualizado: 12 de junio de 2025


Gabriel, al quedar solo en el claustro, se arrimó a una columnilla, aguardando de lejos el paso del temible príncipe de la Iglesia. Le vio salir por la puerta que conducía al departamento de los gigantones. Iba seguido por dos familiares. Luna pudo examinarle bien por primera vez. Era enorme, y a pesar de su edad, se mantenía erguido.

El jardín, que se extiende entre los cuatro pórticos del claustro, mostraba en pleno invierno su vegetación helénica de altos laureles y cipreses, pasando sus ramas por entre las verjas que cierran los cinco arcos de cada lado hasta la altura de los capiteles. Gabriel miró largo rato el jardín, que está más alto que el claustro.

Enfrente estaba la chata columnata, sobre cuyas barandillas asomaban sus copas puntiagudas los cipreses del jardín. Por encima del tejado del claustro veíanse las ventanas de la segunda fila de habitaciones, pues casi todas las casas de las Claverías tenían dos pisos.

Date el tuyo, defiéndeme con indulgente habilidad de los que me censuren y créeme siempre tu afectísimo amigo y pariente, Juan Valera En el claustro

No sabían si aquel desconocido madrugador, con capa raída, sombrero ajado y botas viejas, era un curioso o uno del oficio que buscaba sitio en la catedral para pedir limosna. Molestado por este espionaje, Luna siguió adelante por el claustro, pasando ante las dos puertas que lo ponen en comunicación con el templo.

Para eso te ha dado Dios ese talentazo tan mal empleado. Se fue la vieja, y Gabriel permaneció solo más de media hora, viendo por los vidrios de una ventana el claustro abandonado. La catedral estaba más silenciosa que de costumbre. La muerte anual de Dios esparcía en la tribu levítica de los tejados un ambiente de tristeza más intenso que el del interior de la iglesia.

Enterrado en este claustro, , como el ciego, que hay en el mundo cosas muy hermosas... pero de oídas. El maestro de capilla guardaba del año anterior un recuerdo de felicidad, y hablaba de él con entusiasmo. Por indicación del cardenal-arzobispo había ido a Madrid a formar parte de un tribunal de oposiciones para organistas. Fue la gran temporada, Gabriel: la mejor de mi vida.

Todo estaba lo mismo que en su niñez: el jardín, el claustro; la catedral no había cambiado. Su Eminencia, cerrando los ojos, se creía aún el monago travieso de medio siglo antes. La espiral azulada de su cigarrillo parecía arrastrar su pensamiento por las interminables revueltas del pasado.

-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos.

Cuando el muchacho le encontraba en el claustro, pegábase a él buscando conversación, para justificar con estas pláticas su presencia en las Claverías. Luna se asombró al verle allí en tarde de fiestas. Pero ¿no va usted a los toros? le preguntó . Todos los de la Academia deben estar en la plaza.

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