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Fué tal su impresión, que olvidó por algún tiempo el motivo que le había arrastrado hasta allí... ¡Si los que provocan la guerra desde los gabinetes diplomáticos ó las mesas de un Estado Mayor pudiesen contemplarla, no en los campos de batalla, con el entusiasmo que perturba los sentidos, sino en frío, tal como se aprecia en hospitales y cementerios por los restos que deja tras de su paso!... El joven vió en su imaginación el globo terráqueo como un buque enorme que navegaba por la inmensidad.

Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y el depósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillo rojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres del Guadarrama.

En torno de la ciudad y su acrópolis huía la llanura hasta perderse en el horizonte; una llanura que Ferragut había visto en el viaje anterior desolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otra vegetación importante que los pequeños oasis de los cementerios musulmanes. Este desierto iba hacia Grecia y Servia, ó al encuentro de Bulgaria y Turquía.

Cuando acaricio su cabellera sedosa, tropiezo con un cráneo pulido, duro, amarillento, como los que asoman á flor de tierra en los cementerios abandonados. Un beso en la boca, un mordisco en la barbilla, me hacen ver el maxilar óseo con sus dientes, casi igual al de los antropoides que están en los museos.

Y en llegando a ese lugarcito del diablo nos remiten a la sopa y al coche de los pobres en San Felipe donde cada día en corrillos se hace consejo de estado, y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por los cementerios, y si pedimos entretenimiento nos envían a la comedia, y si ventajas, a los jugadores.

Dicen que son un anacronismo, que jamás han existido en esta tierra, y las han importado los ricos de gustos ordinarios que edifican desde hace cincuenta años en la Costa Azul. Ellos sólo admiten el antiguo jardín provenzal ó italiano, olivos, laureles y cipreses, pero no cipreses como los de España, copudos, enormes y fúnebres, para adorno de calvarios y cementerios.

Muchos de estos huesos se conservan como los que se ven en los cementerios, otros se han calcinado, y se hallan algunos sólidos y otros que se deshacen en polvo: otros se encuentran también que, al citado naturalista y algunas personas entendidas les han parecido tibias y femures humanos, cuya cabidad está llena de una materia cristalina.

Lo característico de la criatura humana, lo que la diferencia del resto de los animales, es su resistencia a la desaparición del nombre; pero, al fin, se borra, se va, retorna al reino infinito de la nada. El ensanche de ciudades y pueblos invade los cementerios; se levantan losas y monumentos; y, al fin, no queda recuerdo alguno de la humanidad soterrada o reducida a polvo.

Hacia Poniente se distingue la sierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro y San Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteones y tanto verdor obscuro de cipreses... La melancolía inherente a los camposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo, como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el mundo con el poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios de un pasado glorioso.