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Los mineros salían de la obscuridad con el bolsillo repleto, la sed y el hambre excitadas; pagaban bien, derrochaban y comían y bebían veneno barato en calidad de vino y manjares buenos y caros.

Ana corría, corría sin poder avanzar cuanto anhelaba, buscando el agujero angosto, queriendo antes destrozar en él sus carnes que sufrir el olor y el contacto de las asquerosas carátulas; pero al llegar a la salida, unos la pedían besos, otros oro, y ella ocultaba el rostro y repartía monedas de plata y cobre, mientras oía cantar responsos a carcajadas y le salpicaba el rostro el agua sucia de los hisopos que bebían en los charcos.

Los más antiguos, de tonos suaves y desmayados, mostraban jardines persas, con fontanas azules en las que bebían rojizas bestias.

Y todos, los que habían conocido el amor y los que no lo habían conocido jamás suspiraban y bebían vino ávidamente.

Por el patrón supe que se levantaban con estrellas e iban a la iglesia a oír la misa de alba y hacer sus oraciones: después bebían el agua y se retiraban a sus aposentos. Sólo una que otra vez tornaban al manantial antes de almorzar. No por qué me molestó un poco no haberlas tropezado; tal vez por ser las únicas personas que allí conocía.

¡Toca! decía mostrándole la sarta de perlas unida casi siempre á su cuello. Estos granos de resplandor lunar eran para ella animalillos vivientes, criaturas que necesitaban el contacto de su piel para alimentarse con su jugo. Se impregnaban de la esencia del que las llevaba: bebían su vida.

Las grandes copas de los castaños aún no estaban vestidas del follaje que ostentan en el verano. Los rayos del sol, pasando al través de sus ramas descarnadas, bebían el agua fresca que formaba charcos entre el césped. Obdulia no paró hasta llegar al talud guijarroso que servía de margen al río.

Daniel Spitz había sufrido ya la amputación de dos dedos y se hallaba sentado detrás de la estufa, con la mano envuelta en unos trapos blancos. Los hombres que se habían apostado, desde antes del amanecer, detrás de los parapetos, como no habían comido, tomaban un bocado y bebían un poco de vino, mientras gritaban, gesticulaban y enaltecían a boca llena sus acciones.

No había otra señora que la duquesa, que presidía en un sillón de alto respaldo, a manera de sitial. Los demás, a un lado y otro de la duquesa, formaban en semicírculo, fumaban y tomaban café, y bebían licores de unas mesitas colocadas a trechos. También la duquesa fumaba, y no un cigarrillo, sino un cigarro puro nada flaco.

Su mujer, Gregoria, ostentaba las joyas de una reina, que los amigos del omnipotente socio de S. E. se apresuraban a ofrecerla el primero de año o el día de su santo; y sus hijas, Susana y Angelita, no bebían las perlas disueltas en el vino de sus comidas, se decía, porque no les daba la gana.