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Actualizado: 27 de mayo de 2025
He aqui á grandes rasgos, lector amigo, cómo he imaginado que serían las buenas casas sevillanas durante el siglo XIV hasta llegar á las postrimerías del XV; época en la cual, su aspecto exterior especialmente, varió por completo, pues así lo exigían la transformación de las costumbres y el radical cambio operado, lo mismo en las Bellas Artes que en las industrias artísticas, por la avasalladora influencia del Renacimiento italiano, que bien pronto hubo de dominar en el arte de la construcción.
Es tan curioso y tan poético cuanto el señor Gener anuncia, y lo anuncia con elocuencia tan avasalladora, que yo me siento hechizado y casi seducido, inclinándome a creer en el advenimiento del super-hombre y hasta a desearle, aunque me quede entre los sub-hombres y los superfluos; pero el último artículo del libro del Sr.
Tal vez no llegase a calcular perversamente, desde los primeros momentos, que la excesiva bondad del noble extranjero pudiera ser en lo futuro amplia bandera que cubriese la torpe mercancía de sus culpas; pero apenas comenzó a verse galanteada por él, comprendió que la pasión que le inspiró, tanto más avasalladora cuanto más tardía, se lo entregaba esclavizado.
Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer.
Currito salió, pues, de su casa, como de estampía; y, según hemos visto, se puso a ejercer su misión avasalladora y morigeradora de mujeres, en defensa y custodia de su hermana la estanquera y del resplandeciente Sol de Tarifa, de quien estaba o aparentaba estar enamorado.
Palabra del Dia
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