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Actualizado: 29 de junio de 2025


A medida que avanzaba en la vida, consciente de su felicidad, comprendiendo haber encontrado en su camino al hombre excelente que lo había recogido y educado, sentía hacia su protector una afección sin límites. Este culto libró a la juventud de Juan de muchas tentaciones.

Esta mañana me paseaba por aquel lado, entregado a los más dulces pensamientos que de costumbre, cuando los sonidos lúgubres, distintos y prolongados del acero mortuorio, vinieron a distraerme de mis sueños del pasado. Retrocedí en dirección al pueblo y vi, en el ángulo del camino, un cortejo que avanzaba lentamente, recitando plegarias en voz baja.

No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora. No importa; tenemos tiempo para ir a ella. Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa, llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.

Avanzaba lentamente, casi a tientas, por aquel camino hollado por las patas de los animales, repitiendo: «¿Quién está ahí? ¿Quién me llamacon creciente emoción y como si cada momento vacilara menos para reconocer al que le llamaba cuando le creía tan lejos. ¡Andrés! le dije por tercera vez cuando ya no le quedaba dar más que dos o tres pasos.

Vestía un uniforme flamante, del nuevo color azul grisáceo, color de «horizonte», adoptado por el ejército francés. El barboquejo del kepis era dorado y en las mangas llevaba un pequeño retazo de oro. Su sonrisa, sus manos tendidas, la seguridad con que avanzaba hacia ella, le hicieron reconocerle. ¡René oficial!... ¡Su novio subteniente! ; ya no puedo más... Ya he oído bastante.

A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca, que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del sol, haciendo de su cabeza una testa de oro.

Un señor vestido de negro avanzaba hacia su lecho, seguido de otros dos que llevaban papeles bajo el brazo. Adivinó que le hablaban por el movimiento de los labios, pero nada pudo oír. ¿Estaría en otro mundo? ¿Serían falsas sus creencias, y después de la muerte existiría otra vida igual a aquella que había abandonado? Cayó de nuevo en la sombra y en la inercia. Pasó mucho tiempo... mucho.

Cuando la justicia había encontrado una víctima, y el paciente, abandonado de todo el mundo, avanzaba lentamente hacia el cadalso, podía ver a su lado a esos emisarios divinos de la religión, y sus ojos, antes de cerrarse, leían en sus ojos resignados la promesa de la salvación. Sus modestas miradas se enriquecían, no obstante, con los más ilustres recuerdos.

Con ser este «paso» tan abundante en figuras y prolijo en adornos, avanzaba sin llamar la atención, como humillado por la vecindad del que venía detrás: la reina de los barrios populares, la milagrosa Virgen de la Esperanza, la Macarena.

A medida que corrían las horas y la jornada avanzaba iba Artegui perdiendo un poco de su estatuaria frialdad, y cada vez más comunicativo, explicaba a Lucía las vistas de aquel panorama móvil. Escuchaba la niña con el género de atención que tanto agrada y cautiva a los profesores: la del discípulo entusiasta y sumiso a la vez.

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