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Actualizado: 3 de junio de 2025
La infeliz mujer, tan prendada de los poderes autoritarios, no sabía que el Soberano tiene una esposa, la Ley, y que, según el arreglo que hemos hecho, con el anillo nupcial de este himeneo se han de sellar lo mismo la sentencia que el perdón. Hemos dicho que Augusto volvió a la casa de Isidora.
El pueblo que permanece allí fiel á la Madre Patria y el Ejército que le obedece, bien pueden proclamarle mejor que Trajano, pero no más feliz que Augusto.
ISIDORA RUFETE, protagonista. MARIANO RUFETE, su hermano. AUGUSTO MIQUIS, doctor en Medicina. JOAQUÍN PEZ. DON JOS
Augusto subió y entró en la casa. Si pasmada y llena de turbación se quedó Isidora al verle, mayor fue el asombro y pena del joven médico al ver en deplorable facha y catadura a la que conoció en forma tan distinta.
En tanto el océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su intensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo.
Detrás de esta tocata reinaba el augusto silencio del campo, como la inmensidad del cielo detrás de un grupo de estrellas. También se paseaba por aquellos andurriales, sin perder de vista el convento; iba y venía por las veredas que el paso traza en los terrenos, matando la yerba, y a ratos sentábase al sol, cuando este no picaba mucho.
La inspiración brotó en su mente. Su grande y vivaz ingenio le sugirió una idea, y con la idea estas palabras: «Pues he de curarte... Lo dijo Miquis, punto redondo». Isidora llenó el despacho con un suspiro. Era el quejido de su enfermedad, ya extendida y profunda. «Manos a la obra dijo Augusto con gran solemnidad . ¿Quieres que te cure? Responde ¿sí o no? Sí.
Las sillas eran de roble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra más vieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez. Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado y augusto para la familia.
Augusto se puso serio, comprendiendo que la situación de su amiga no era para tratada en broma. Hablaron.
Augusto prosiguió el conde, dirigiéndose al joven, que acababa de entrar con el manuscrito, siéntese usted y lea: le escuchamos. Obedeció Augusto, tomando asiento en el acto, y cuando todos nos hubimos acomodado bien para ser, como suele decirse, todo oídos y no perder detalle del relato, el joven comenzó así su lectura:
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